Algunas cosas inútiles
En Martínez sobre la avenida, en un negocio chiquito donde vendían las mejores tartas de atún de toda la zona norte reconocí a Perrota, mi profesor de taller de segundo año. Él estaba un poco más adelante con su saco de lana, camisa a cuadros abrochada hasta el último botón y una bufanda negra colgando a ambos lados del cuello. Estaba igual, con los mismos anteojos, apenas un poco más canoso. No tengo grandes recuerdos de esos años en el colegio industrial. Un apoyaplanchas de hierro que ahora tiene mi madre, un perchero con forma de pentagrama con la clave de sol y cuatro notas que se desoldó y por eso mamá sacó del hall de entrada, un jarrito de hojalata que la última vez que lo vi mamá lo usaba, ya todo agujereado, para darle de comer a la perra, un martillo que le tengo reservado a mi hija Aurora, un tablero eléctrico al que mi hermano le sacó el portalámparas para arreglar una lámpara, un banquito de madera que se partió por la mitad cuando mi hermano se subió encima para arreglar esa lámpara, y, lo único a lo que nadie nunca le encontró utilidad, la plaqueta audiorítmica que hicimos en electrónica con Perrota.
Cursaba segundo año cuando un profesor de tornería convenció a los directivos de mejorar las instalaciones edilicias. En un colegio cuyo frente pertenecía al patrimonio histórico de la ciudad cualquier reforma era difícil. Hacer un microcine en planta alta, retirado dos metros del frente para que no afectara la fachada colonial, y contando solo con los recursos que brindaba el entusiasmo, sonaba descabellado y sin embargo, lo hicimos. Así lo digo, orgulloso, en primera persona del plural. Para conseguir fondos organizamos una peña y recorrimos las calles buscando el aporte de los comerciantes de la zona. Hicimos un programa en formato revista, donde en la hoja central estaban los artistas (casi todos alumnos o padres de alumnos) y el resto estaba destinado a propaganda. Recuerdo horas y horas en la sala de profesores dibujando los avisos con mis compañeros, intentando copiar con un estilógrafo Rotring las curvas de los logotipos de las tarjetas que nos habían dado. La relojería Testorelli puede agradecer mi esfuerzo y perseverancia con su T cursiva mayúscula. A las clases de taller de electrónica, las que daba Perrota, íbamos poco y nada.
Para Dolores, mi mujer, la escuela pública era exactamente eso: docentes que se hacían la rata, directivos que se ocupaban del edificio en vez ocuparse de los educandos que giraban como electrones libres en un ámbito sin contención ni estímulo ni nada. Ella fue a la Asunción de la Virgen, un colegio parroquial donde supervisados por una gran cruz se aprende el valor del esfuerzo. Yo le decía que en la escuela pública también se aprendía. Sin ir más lejos, ese cuatrimestre con Perrota además de ocuparnos de la peña hicimos la plaqueta audiorítmica y esta existía, guardada en algún lugar del garaje de mamá. Para la organización de la peña también habíamos trabajado y habíamos aprendido trabajando. Para iluminar el escenario los alumnos de electricidad fabricaron plafones con luces de colores y Perrota convocó a alumnos de sexto para hacer un audiorítmico de potencia que pudiera gestionarlos. El aparato que tenía un transformador y tres plaquetas, quedó en un cajón al costado de la consola hasta que en la prueba de sonido quedó claro no funcionaba. Perrota ya estaba comiendo un choripán en el patio y a todo ritmo un chico de quinto improvisó una caja con cuatro interruptores. A mí, que estaba ahí, me designaron como el audiorítmico humano. Cuando los alumnos de cuarto tocaron rock, yo estaba al costado del escenario, atrás de una columna de parlantes, con mis manos recorriendo a toda velocidad las teclas, buscando acertar con los tutti que resultaban difíciles de adivinar. En las baladas alterné las luces de colores cálidos buscando un efecto intimista. Con el grupo de folklore seguí al bombo, y en el recitado poético del profesor de hojalatería yo ya estaba harto así que le dejé todas las luces encendidas.
La peña fue un éxito, se juntó un montón de plata, y todos los que participamos nos quedamos con la sensación de pertenecer a una especie de armada invencible. Aprendimos que lo único que teníamos que hacer era juntarnos codo a codo con un objetivo común, los medios aparecerían, y los resultados también. Haríamos más peñas, festivales, revistas, bingos. Nuestro colegio industrial tenía un futuro brillante. Y cuando en los recreos yo miraba para arriba y veía la pared del microcine, me enorgullecía saber que muchos de esos ladrillos estaban allí gracias al esfuerzo de mis hombros. Los albañiles amuraron las ventanas que hicieron los alumnos de herrería. Un sábado los profesores pusieron las cabriadas del techo, y el sábado siguiente varios alumnos nos subimos a tensar alambres y poner las aislaciones. A Dolores todo esto le parecía una barbaridad. Alumnos corriendo riesgos, trabajando en altura, haciendo cualquier cosa en vez de estudiar. Y cuando me enojé y le dije que no era así, que yo había aprendido mucho más cargando ladrillos codo a codo con mis profesores que lo que nadie me hubiera podido enseñar desde un pizarrón, ella me miró y me dijo, ya lo sé, se nota.
En el concert de fin de año Aurora saltó a la soga durante seis minutos cuarenta (tengo el video), el tiempo que le llevó a su compañerita cantar una canción (en inglés). Otros compañeritos tuvieron menos suerte, como el que pasó los seis minutos cuarenta tirando para arriba y atajando una pelota, o el que estuvo arrodillado haciendo girar un trompo. Se suponía que eran niños jugando, pero yo no podía dejar de pensar en niños tristes interpretando consignas de adultos. La jerarquía estaba clarísima, y Aurora nunca iba a alcanzarle ladrillos a una profesora. Mi mujer, con la ayuda económica de mis suegros, se había ocupado de que la escuela pública fuera descartada. En primer lugar por incompatibilidad horaria, en segundo lugar por imprevisible, y en tercero porque la vida era una carrera donde convenía arrancar en cuanto dejabas los pañales.
En el negocio de Martínez me acerqué a Perrota y le toqué el hombro.
— Buenas tardes—le dije
— Buenas tardes— me respondió serio, como si detrás de los anteojos sus ojos chiquitos trataran de entender el motivo de mi impertinencia.
— ¿se acuerda de mí?
Me miró de arriba abajo, Claro, él no, pero yo si había cambiado mucho.
— Flavio Pedemonte, del industrial de San Isidro— le dije.
— No, perdone, no lo recuerdo. ¿Cómo me dijo?, ¿Pedemonte?
— Si, de la promoción 93.
— No, de las promociones nunca me acuerdo. ¿Lo tuve en electrónica?
— Sí, hicimos la plaqueta audiorítmica.
Entonces Perrota pareció perder todo interés en mi charla. Se puso a mirar la heladera donde estaban las fuentes con las empanadas. Yo podría haberle recomendado las tartas de atún, pero todavía tenía algo que decirle.
— ¿Le puedo hacer una pregunta profesor?
— Claro, ¿cómo me dijo que era su apellido?
— Pedemonte, Pedemonte.
— ¿Estaba en el mismo grupo que Kinternich?
— No, ese grupo era un año mayor.
— Ahh.
— Le quería hacer esta pregunta. ¿No se podría hacer en el taller de electrónica algo más interesante que un audiorítmico?
— ¿Más interesante?
— Algo más útil.
Perrota me miró como si estuviera harto de encontrarse con ex alumnos con sugerencias estrambóticas. Yo le dije:
— No sé, pensaba. Ahora todos los equipos de música vienen con audiorítmicos digitales.
— No lo había pensado. ¿Todos?
— Sí, casi todos.
— Pero, eso de la utilidad para aprender... ¿usted necesitaba un apoya planchas de hierro?
— No.
— ¿un perchero?
Entonces llamaron al número que tenía Perrota. Pidió empandas y yo esperé que terminaran de atenderlo pensando que nuestra charla seguiría. Pero cuando Perrota terminó de pagar, ya me estaban atendiendo a mí, así que vi como salía por la puerta dejando en el aire un movimiento de la mano, un probable saludo leve.
El domingo siguiente a la hora de los postres, me fui derecho al rincón de los cachivaches de mamá, al fondo de su garaje. Aurora me siguió y yo le pedí que volviera con los abuelos. No quería a mi hija revolviendo conmigo donde había vidrios, pinturas, venenos, solventes. Pero Aurora no se movió. Miraba como yo abría y cerraba gavetas, como sacaba tarros con tuercas y tornillos para apoyarlos en el piso y luego devolverlos a la estantería. Levanté unas maderas y allí abajo, aplastada y acompañada de una pila de aserrín que parecía un nido de ratones, estaba mi plaqueta audiorítmica. Le pasé el dedo por los leds, descubriendo bajo el polvo su color rojo. Recordé cuando eso era solo un pedazo de plaqueta de cobre donde dibujamos con marcador indeleble el circuito y lo sumergimos en una batea con ácido que se comió todo menos lo que estaba bajo el marcador (incluso parte del pantalón y del zapato de mi compañero Germán). Me acordé también de agujerear y soldar, primero los componentes más petisos, luego los otros, hasta finalmente los ocho leds ultrabrillantes rojos que iban a encenderse al ritmo de la música.
— ¿Qué es eso pa, qué es?—me preguntó Aurora.
— Ya vas a ver, ya vas a ver—le dije. Me acerqué a mi hija y con la mano limpia le hice un remolino en el pelo.
Esa tarde cuando regresamos a casa, me metí en el lavadero seguido por Aurora que ya se sentía parte del asunto. Limpié la plaqueta con alcohol isopropílico, le conecté unos cables más largos y fuimos al living donde la enchufé al equipo de audio. No me importaba que ya hubiera toda una pantalla detallando las evoluciones de la música, yo quería ver los leds rojos, quería que Aurora también los viera. Puse Fear of the Dark, de Iron Maiden, porque me gustaba que el principio de la canción fuera lento hasta la explosión ultrabrillante roja. Escuchamos el fraseo de la guitarra, escuchamos la voz de Bruce que te acaricia, pero la plaqueta no se encendió. Cuando terminó la intro y cambió el ritmo, ahora trepidante, Aurora se tapó los oídos. Pero, la plaqueta audiorítmica no andaba.
Cuando cursaba quinto año se hizo la inauguración del microcine y fuimos todos con nuestras mejores galas: autoridades, alumnos y docentes. Para estrenar el proyector pasaron una película formativa de hidráulica y neumática producida por una empresa que había donado fondos. Habló el intendente, habló el director del colegio y luego el director del taller. El que no habló fue el profesor de tornería, el factótum del asunto, pero se le veía de lejos la cara de felicidad. Ya en sexto año le preguntamos al profesor de Mediciones electrónicas, el colorado Lucero, para qué servía el microcine. Desde la inauguración nadie lo había usado. Puedo pedirlo, si me lo dan podemos ver una película, nos dijo.
La clase siguiente entró con cara de misterio. Después de hacerse un rato el interesante y escribir un par de cosas incomprensibles en el pizarrón nos dijo que teníamos asignado el microcine para el lunes siguiente. Podemos traer una porno, dijo Rulo y todos nos reímos. Ustedes traigan películas, dijo Lucero, el lunes vemos que ponemos. Yo ese fin de semana me olvidé del tema. En casa no teníamos video y tampoco era socio de ningún video club. Pero el lunes en cuanto entré al colegio mis compañeros no hablaban de otra cosa. Había películas, había una porno.
— ¿Qué trajo?, Ramírez— preguntó Lucero.
— Una película.
— Ya sabemos, acá su compañero González dice que trajo una porno, ¿es cierto eso?
— Sí.
— ¿Qué porno trajo Ramírez?
— Una de la Cicciolina.
— Muy bonito Ramírez, muy bonito. ¿Tenemos otras películas por las dudas?
Había otras películas.
Lucero se metió en la sala de proyección y le pidió ayuda a Germán, que era un tipo que no le iba a hacer quilombo. Empezó la proyección con el mismo bodrio de neumática e hidráulica que habían usado en la inauguración. Durante unos minutos todos fingimos estar muy interesados en el accionamiento de émbolos y pistones. A los diez minutos Lucero se fue a la puerta, la cerró con llave, corrió las cortinas de las ventanas y le hizo una seña a Germán.
En casa, veinte años después de haber cursado taller electrónica de segundo, busqué en internet el teléfono de Perrota para llamarlo y preguntarle si podía ayudarme a reparar la plaqueta audiorítmica. Me imaginé que se pondría contento, y después me imaginé que le hincharía soberanamente las pelotas. De todas maneras encontré doce Jorge Perrotas, pero ninguno era él. Entonces busqué en google “plaqueta audiorítmica taller de electrónica” y encontré el circuito y hasta un video de un colegio industrial donde mostraban cómo se fabricaba, con detalles del trabajo del ácido sobre el cobre, pero donde no había ninguna instrucción precisa para encontrar fallas y repararlas. Decidí repasar las soldaduras y para eso puse una lámpara potente sobre el escritorio. Aurora, a esa altura mi asistente, me sostenía el rollo de estaño, pero a pesar de nuestro entusiasmo no logramos el objetivo. Con los años mi coordinación y mi psicomotricidad fina no habían mejorado. El estaño se derritió y se hicieron una pelotitas que se desparramaron por el circuito impreso.
En sexto año, la única vez que usamos la pantalla del microcine vimos ¿Y dónde está el piloto? En la parte donde el que estuvo en la guerra decide que va a dejar de lado su fobia a volar y entra a la cabina, donde está la azafata, y tira al diablo a Otto, el copiloto inflable, que se queda pegado al techo y después cae y agarra desde atrás las tetas a la azafata, se apagó la película y escuchamos la voz de Lucero que nos decía que saliéramos del microcine. Una vez en el aula dijo que otro día la seguíamos. Lo mismo con la Cicciolina, pensé yo, otro día. Después me enteré que mientras mirábamos la película el jefe de preceptores había estado en el patio mirando para arriba.
Nunca existió ese otro día. En el acto de fin de año volvimos al microcine. Estuve parado en la esquina, sosteniendo la bandera argentina. Germán era el primer escolta y Perrota fue el elegido por muchos para entregarles el diploma. Nos pusimos firmes y cantamos el himno nacional. Enfrente teníamos en primera fila a los nuevos directivos. Los anteriores y el profesor de tornería no iban más al colegio: tenían una causa penal por desvíos de fondos. Los fondos que la dirección de escuelas había asignado para la construcción del microcine.
Un día, después de llevar a Aurora a la escuela dejé la plaqueta en un negocio donde reparaban televisores y equipos de audio que quedaba en la esquina de donde vendían la mejor tarta de atún de toda la zona norte. Una semana más tarde al fin pude conectarla y los ocho leds rojos empezaron a bailar al ritmo de Modern Love de David Bowie. Me quedé extasiado mirando cómo funcionaba algo que yo había hecho cuando tenía catorce años. Dolores me pidió que mi plaqueta no quedara ahí, en el living sobre el modular, al costado del equipo de música, con los cables colgando.
Compré madera e hice una caja con ocho perforaciones. Quedó bonita y mucho más bonita después, cuando la pinté de negro. Una tarde que Aurora invitó una amiga después del colegio, las encontré con sus camisas blancas y sus polleras escocesas mirando la cajita negra.
— Lo hizo mi papá— dijo Aurora.
La amiga me miró con sus ojazos celestes, miró luego la cajita con leds ultrabrillantes rojos que se encendían al ritmo de Kathy Perry, y preguntó:
— ¿De verdad?
Aurora asintió con la cabeza, dos veces.
0 comentarios:
Publicar un comentario
Suscribirse a Enviar comentarios [Atom]
<< Inicio