Roco, Pichi, Protón
Habían pasado tres años, por eso cuando llamé al teléfono para pedir la lancha y alguien me atendió enseguida y reconocí la voz nasal de la gorda me sorprendió. Tantas cosas habían pasado y ahí estaba todavía ella yendo y viniendo con su lancha. En diez minutos estoy, señora, me dijo. Y aunque los diez minutos fueran veinte o treinta yo no tenía nada que hacer excepto esperar. Caminé hasta la explanada frente al Mc Donalds y dejé las bolsas en el piso. Me acomodé la cartera al hombro, me puse la bufanda hasta la nariz y con la caja con la torta entre las manos me apoyé en la baranda de hierro para mirar el agua sucia esperando que apareciera, entre lanchas colectivas y basura flotando, la gorda en su lancha con el pelo amarillo al viento.
El delta en invierno no tiene nada que ver con el de primavera y verano. Incluso en otoño tiene su encanto, con el amarillo de los álamos y el color cobrizo de los cipreses calvos. Pero en invierno el río produce una bruma que moja todo y donde nada reluce. No hay turistas, los gigantescos catamaranes quedan amarrados vacíos, lo mismo la mayoría de las lanchas colectivas. Resulta difícil encontrar un remero y cuando pasa una lancha no se ve ni quien va dentro ya que van cerradas con feas capotas de plástico. Y a mí me hubiera gustado pensar a mi nieta como a un sol que conseguía transformar esa tristeza invernal en un mundo de colores, pero ni siquiera podía imaginarla. Tres años en una niña es mucho tiempo.
Una lancha blanca amarró bajo la escalera de hormigón y al volante, bajo una campera roja, reconocí a la gorda. El pelo ya no era amarillo, ahora tenía una tintura cobriza que ya decoloraba y mostraba unos cuantos centímetros de canas contra su cuero cabelludo. Me ayudó a subir con la torta y mis bolsas y le expliqué adónde iba. Me dijo que conocía a la casa, recordaba a mi hijo. Cruzamos el río Luján y entramos en un arroyo orillado por árboles pelados y costas vestidas de barro. El motor era un ronroneo, pero no podía relajarme ni un poquito. Entonces me ocupé de acomodarme la bufanda y el gorro de lana. No había terminado de arreglarme la ropa cuando la lancha frenó en un muelle donde había cuatro botes amarrados. Miré para arriba y escuché la voz de Flavio:
— ¡Bienvenida, abuela!
A pesar de mis temores mi hijo me dio una excelente impresión. Lo encontré curtido, con una camisa leñadora, gorro de lana y un pullover azul marino. Cuando llegué arriba de la escalera me encontré frente a frente con Aurora, mi nieta, que a los nueve años ya era una niña islera. Tenía puestas unas botas amarillas y un sweater tejido a mano con rombos turquesas y violetas. Le di la bolsa con los regalos, y mientras ella los abría ahí mismo en el muelle, yo acompañé a mi hijo hasta su casa. Entramos y Dolores, mi nuera, me saludó con un beso apagado y volvió a la mesa, donde tenía una masa extendida, para continuar recortando lo que me parecieron scones que ponía en una fuente redonda. Me quedé ahí mirando como trabajaba sin saber bien que hacer. Movía las manos con destreza. Tenía un vestido con flores gastado en los codos y el pelo en un rodete con un broche de plástico verde. Después le di a Flavio la torta para que la guardara en la heladera y me ofrecí a ayudar en lo que fuera, pero mi hijo me dijo que no necesitaban ayuda para nada. Entonces les dije que me volvía con Aurora.
Encontré a mi nieta en el camino de lajas que llevaba del muelle a la casa. De todos los regalos, de la montaña de regalos atrasados que le llevaba, lo que más le había gustado era un caballo de madera articulado y lo traía en la mano. La camisa Burberry que había conseguido mi amiga Meggy en Londres, el vestido Chloe, las dos remeras de Grisino y el reloj de acero Swatch, los había vuelto a meter en la bolsa. Entonces le dije:
— Cariño, tenés que probarte la ropa.
— Si abu, después.
— Vamos ahora, te acompaño.
— No abu. Ahora no. Mamá dijo que me quede abajo hasta que ella llame.
— Pero quiero estar segura de que te va bien. ¿Te gustó el vestido?
— Si abu, después me lo pruebo.
— ¿Te gusta ese color? Me pareció justo para tu pelo.
— Si abu.
Ay Dolores, pensé, que nombre tan certero. Tres años sin visitar a mi nieta, y en cuanto llegaba me encontraba un territorio hostil y lleno de advertencias. Le puse a Aurora la mano en el hombro y le dije:
— Cariño, ¿me mostrás el jardín?
— Abu, ¿Qué querés que te muestre del jardín?
— Las plantas, los árboles, ¿sabes los nombres?
— Algunos abu.
— Bueno, además quiero pasear con mi nieta preferida.
Aurora se ruborizó, no se esperaba el piropo. Sonreía pero mantenía una distancia, como si la madre la hubiera prevenido sobre algo muy peligroso.
— Aurora, ¿por qué tienen tantos botes?
— ¿Cuáles botes?
— Todos esos que están en el muelle, el amarillo, el verde, el negro, el marrón.
— No abu, no son todos nuestros. El amarillo y el marrón son del vecino que no tiene muelle y los estaciona acá. El negro es nuestro pero está roto.
— Ahá. ¿Y las maderas esas en el camino?
— También son del vecino que está construyendo.
— ¿Cómo se llama el vecino?
— Ese de al lado, Roberto, el del otro lado José Luis, y el de enfrente Chopo.
— ¿Chopo?, ¿ese es el nombre?
— Si abu.
— No creo, pero no importa. ¿Qué está construyendo Roberto?
— Su casa.
— ¿Y por qué deja las maderas en tu jardín?
— Porque no tiene muelle, las trae en el bote y las deja ahí hasta que se las lleva.
— ¿Y no ve que debajo de donde pone las maderas hay plantas?
— ¿Qué plantas?
— Las hortensias.
Y para mostrarle levanté una tabla unos centímetros. Aparte de lombrices y bichos bolitas se veía el tallo mustio de una planta y unas hojas amarillentas.
— No sé abu. Por ahí no se dio cuenta.
— Ahá. ¿Y Protón?
— ¿Protón?
— El Rhodesian que te regalamos con el abuelo cuando nos mudamos al departamento.
— ¿El Rhodesian?
— El perro marrón con las orejas caídas.
— Ah, Roco.
— ¿Le pusiste Roco?
— A mamá no le gustaba el nombre que tenía..
— ¿Y dónde está Roco?
— Enfrente, se mudó.
— ¿Cómo que se mudó?
— Papá dice que Roco es un macho alfa, un líder.
— ¿Roco?
— Si, Roco, y el Chopo tiene muchos perros, así que Roco siempre cruzaba el arroyo nadando para ir con ellos, ahora es el líder y se quedó allá.
— ¿Se quedó allá?
— Sí.
— ¿Tu vecino, Chopo, le da de comer?
— Seguro abu, sino volvería.
— ¿Y escuchas como lo llama? Roco, Roco, Roco.
— No, le cambió el nombre, le puso Pichi.
— Y no te gustaría que Protón, digo Roco volviera.
— Si abu, pero no se puede. Papá dice que es un macho alfa.
Entonces llegamos al pié de la escalera de la casa, Aurora subió y desapareció por la puerta. Yo di dos vueltas enteras al terreno. Vi un limonero lleno de pulgón, vi dos rosales sin podar y que se habían ido en vicio, vi un montón de ligustros creciendo en un lugar donde ya nadie cortaba más el pasto. Entre los yuyos encontré un lugar protegido con un nylon, con unas plantas que crecían lindas en macetas. Me tranquilizó saber que había algo, en ese lugar, que alguien cuidaba. Más allá encontré una hilera de casuarinas que me dieron frío. Volví hacia el camino de lajas. Cuando Aurora apareció por la puerta de la casa esperé que bajara la escalera y dejara la jarra que llevaba en una mesa. Le dije:
— Auro, ¿sabés cómo se llaman las plantas que están allá al fondo, en macetas?
— ¿cuáles?
— Las que tienen un nylon de techo.
— Ah no sé, son de papá.
— Auro, quiero ir a hablar con Chopo ¿Me acompañas a cruzar con un bote?
— Abu, ¿vos querés ir a hablar con Chopo?
— Sí, debe estar, se escucha música de su casa.
— Sí está, está la lancha grande en su muelle.
— Perfecto.
— ¿Pero qué querés hablar Abu?
— Quiero ver si nos devuelve a Protón.
— ¿a Protón?
— A Roco, digo.
— Pero papá dice que es un…
— Ya sé lo que dice tu padre, pero por ahí se equivoca.
Aurora pidió permiso para llevarme a dar una vuelta por el arroyo y salimos en el bote verde. Mi nieta me mostró sus habilidades marineras y con un empujón y dos golpes de remo estuvimos en el medio del arroyo. Mientras ella remaba pude encontrar en su gesto concentrado la mirada del abuelo, la nariz pequeña de la madre y los ojos oscuros con pestañas largas como las mías. Hicimos doscientos metros hasta un recodo donde el arroyo se estrechaba y el bote apenas pasaba entre las ramas. A la vuelta Aurora atracó en el muelle del Chopo junto a la lancha grande. Me puse de pié en el bote y me puse a aplaudir. Después bajé a la lancha grande, de la lancha a la escalera, de ahí al muelle y al frente de la casa. Sobre el terreno había pilas de fierros apilados y dos barcos llenos de agujeros y plantas creciéndoles encima. Arriba de todo eso unos árboles enormes erguían sus ramas peladas al cielo. La música salía por la ventana abierta de una de las piezas, era una música muy repetitiva y estaba fuerte. Aplaudí de nuevo, Aurora me miraba desde el bote. Seguí aplaudiendo y nada. Entonces subí la escalera de la casa y golpeé la puerta. Cuando ya estaba decidida a entrar, la puerta se movió y apareció un tipo en cuero con la panza hinchada y pantalones de fajina. Tenía brazos cortos, una cinta roja como pulsera y una cabeza grande apoyada en los hombros, como si no tuviera cuello. Atrás había una especie de comedor con pintura descascarada y telas de colores colgadas.
— Mucho gusto—le dije— soy la abuela de Aurora, la vecina de enfrente, ¿puedo hablarle de algo?, ¿tiene un minuto?
Chopo no contestó, miró mis zapatos y después fue subiendo con descaro hasta mirarme a la cara.
— Soy Mercedes, la abuela de Aurora, mucho gusto— le dije y le extendí la mano. Chopo miró mi mano y no hizo ningún ademán de responder mi saludo. Yo seguí diciendo— vengo para que le devuelva a mi nieta su perro Roco.
Chopo miró para adentro, como si evaluara cerrarme la puerta en la cara, pero no lo hizo.
— Señor Chopo, ¿me pude decir donde está Roco?
Entonces escuché que Aurora me llamaba desde el bote. Mi nieta quería volver a su casa. Yo le pregunté desde la puerta del Chopo:
— ¿Vos sabés donde está Protón?
— Vamos abu.
— Pero, ¿vos sabes dónde tiene este señor a tu perro?
— No abu, volvamos.
A la tarde mi nuera, Dolores, bajó la escalera con la torta con diez velitas encendidas. Con el viento se apagaron todas. Entonces en la mesa me puse del lado que venía el viento, le pedí los fósforos pero Dolores se empecinó en que tenía que hacerlo ella. Yo era la única invitada, del cumple de Aurora había pasado más de un mes, pero como yo había llevado una torta Marquise les pareció que Aurora tenía que soplar las velitas. Flavio ayudó a hacer una barrera contra el viento y cuando mi nieta terminó de pedir sus deseos y estaba por soplar, se escucharon unos ladridos. Aurora apagó las velas, aplaudimos, le di un beso en la frente, y entonces vi a Protón ladrando desde el muelle de enfrente. Le ladraba a una lancha que pasaba.
Dejé a Dolores cortando la torta y me acerqué al muelle. Llamé a Protón por su nombre y me miró con atención. Entonces bajé la escalera y fui pasando de bote en bote. Cuando estuve en el bote verde, el más cercano a la orilla de enfrente, llamé en voz baja:
— Protón, come here.
Y Protón me reconoció, porque agachó la cabeza y movió la cola. Le repetí:
— Protón, come here.
Esperaba que el que había sido mi perro se lanzara al arroyo y cruzara a nado. Pero lo único que hizo fue mirarme y mover la cola. Entonces se me ocurrió decirle las palabras que solían volverlo loco.
— Protón, the biscuit.
Pero Protón inclinó más todavía la cabeza y se acostó sobre el muelle. Habían pasado muchos años. Que mareo debe tener el pobre perro, pensé, hasta tres nombres tiene. La palabra biscuit había quedado extraviada en algún lado en su periplo. Pero yo no me iba a dar por vencida. El bote negro no andaba. Así que podía sacar de él una soga sin causar problemas. Con ella podía hacer un lazo y atrapar a Protón. Así que me subí al bote negro y estuve un rato luchando con una soga que tenía en la proa porque tenía dos nudos imposibles. Pero ya lo estaba consiguiendo. Entonces llegó Flavio al muelle. Con una rodilla en el banco de madera y las manos apoyadas en la baranda miró para abajo y me dijo:
— ¿Qué estás haciendo mami?
— Nada.
— Que nada ni que nada, mami, ¿Qué pensás hacer con esa soga?
— Nada.
— Mami, me contó Aurora que fueron enfrente. ¿Qué estás buscando?
— Nada.
— Dolores tiene razón, estás más loca que una cabra.
Entonces toda mi serenidad se fue al agua. Dejé la soga, pasé de bote a bote y me tropecé, me golpeé la pierna, arriba del tobillo. Y así, renga, subí la escalera. Encaré para la casa pero mi hijo se puso en el medio. Lo traté de correr, pero no pude. Le traté de pegar con la bufanda. Vi que mi nuera agarraba a Aurora y se la llevaba por la escalera para adentro. Vi como mi hijo se sacaba el gorro de lana y lo agarraba con fuerza en la mano. Un gesto amenazante, quizás. Pero sin el gorro se le veía la pelada, le vi de muy cerca los pocos pelos que le crecían sobre las orejas. Pero Flavio no se corría del camino y entonces le pedí que llamara a la lancha, que me iba. Pero ninguno de los dos tenía el teléfono encima. Entonces desde ahí, sin dejarme pasar, mi hijo le pidió a mi nuera que llamara a la lancha. Y estuvimos un rato hasta que le dije a Flavio que me iba a sentar al muelle. Mi hijo me alcanzó la cartera y se volvió para la casa, se quedó parado en la escalera. Yo miraba fijo el agua, no quería ni mirar para la casa. Me vino una imagen de cuando Flavio iba al colegio, con los pelos rebeldes con el remolino que se le armaba, con sus zapatillas Marathón azules, y traía las cosas que hacían en el taller, el perchero, el apoyaplanchas. Tenía tanta facilidad para hacer maravillas que yo estaba segura que le iba a ir bien. Estaba muy segura. Pero en algún momento las expectativas dejaron de estar ahí. Los años, Dolores, la realidad. La realidad con forma de tablón aplastando una plantita amarilla.
Al rato llegó la gorda con su campera roja. En la proa, sentada, iba una chica. Pensé que sería su hija. Subí a la lancha sin mostrar el dolor que sentía en la pierna. Nos separamos del muelle. Desde la escalera, mi hijo saludó con la mano. Yo no le respondí.
La gorda manejaba despacio. Por la orilla de enfrente nos corrieron diez perros de todo tipo y tamaño. Yo miraba como nos ladraban y al frente de todos ellos iba Protón. Doblamos en un arroyo más grande, los perros dejaron de perseguirnos y los ladridos quedaron pronto tapados por el ruido del motor. Entonces me dio el sol de la tarde en la cara. Me apoyé contra el borde de la lancha y cerré los ojos, escuché contra el fondo el golpeteo rítmico del agua bajo el plástico. Imaginé a la gorda moviendo su volantito, atrás el motor y en la punta de la lancha la chica, la hija, con sus anteojos enormes y la mirada en el horizonte. Seguí imaginando y para imaginar mejor me tapé la nariz con la bufanda, me ajusté el gorro en las orejas y mi pensamiento se detuvo en la sombra de los troncos pelados, la sombra escueta y taciturna pero aun así suficiente para quitarle fuerzas al escuálido sol de agosto. Pensé que en cambio, donde estaban las casuarinas el frío se sentía como cuchillo. Entonces la gorda se sentó a un lado y le cedió el volante de la lancha a la chica. El motor volvió a sonar más fuerte. La sombra de los troncos me pareció amable al fin, una sombra bajo la cual se podía crecer. Pensé en olvidar esa casa con hortensias aplastadas y pedirle algún día a Aurora que me llevara con su lancha a lugares inexplorados, que me mostrara su mundo maravilloso. Pero para eso faltaban años. Tendría que esperar. Pero tres años habían pasado en un suspiro. Y abrí los ojos. Y el sol de agosto me entibio la frente.
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