Love love
Stephane es un suizo alto, flaco, fibroso y con cara de esquiador
compulsivo. Le resultaba imposible responder a la mayoría de las preguntas que
aparecían a borbotones cuando contaba su historia, en parte porque apenas
hablaba español y sobre todo porque muchas de las preguntas no tenían
respuesta. El día en que lo conocí llegué de vuelta a casa con la panza llena
de queso, con una punzada que me doblaba, y recuerdo haberle dicho a mi novia que
ese Stephane aparte de suizo merecía ser hijo de serbios. Y mi novia, que por
entonces ya mostraba la hilacha, me preguntó qué carajos sabía yo de serbios y
suizos. Kusturica, dije. Kusturica, vi las pelis de Kusturica, y además soy
suizo, tengo el pasaporte, le contesté como pude y me fui al baño.
La historia que el suizo contaba en inglés con alguna palabra entreverada
de francés y castellano decía que estaba dando la vuelta al mundo en un velero y
así había llegado a Buenos Aires. El barco lo había comprado en Francia, era un
Jeanneau de veintidós pies de eslora (algo menos que siete metros) del año 77.
Stephane nos mostró en su teléfono una foto con las velas henchidas y dijo que se
había enamorado a primera vista al verlo en un puerto en Almería. Era algo
parecido a nuestro Plenamar 23, pero con la popa de un Alpha 25, seguramente
diseñado en Francia para tirar bordes en un apacible lago, o a lo sumo en días
tranquilos del Mediterráneo. Lo había pagado dos mil quinientos euros (algo así
como cuatro mil dólares), y se había largado a cruzar el Océano Atlántico.
Hacer un crucero oceánico con un velero de veintidós pies de eslora es por
lo menos arriesgado. Stephane llegó con ese barco a Buenos Aires porque nuestro
Señor es generoso, y sobre todo es generoso con los suizos a los que aparte de
relojes, chocolates y navajas, les concedió el don de la precisión y del éxito
garantizado. Pero no hay que abusar de la generosidad del Padre, ni poner a
prueba nuestro destino. Buenos Aires es una ciudad compleja en lo que a
designios divinos se refiere, y eso pronto lo iba a comprender Stephane.
Por lo pronto, cuando llegó todo le debe haber parecido fantástico.
Consiguió una amarra de cortesía en el Tigre Sailing Club y con el bote
auxiliar inflable llegaba en diez minutos de remo a las amarras municipales,
donde podía dejar el bote y tomarse el tren. Recorrió Buenos Aires, conoció
Caminito, tomó clases de tango, fue a la cancha de Boca. Después quiso conocer
la Argentina profunda y se tomó un micro a Salta la linda. Allí conoció a una
chica que tocaba el sicus que le partió la cabeza y vivió por un tiempo a salto
de mata entre Iruya, Cachi y Humahuaca.
Stephane se debe haber planteado si le convenía seguir su vuelta al mundo,
Stephane debe haber imaginado un futuro glorioso de plenitud y libertad, pero
quiso mostrarle sus habilidades marineras a la salteña y consiguió, es probable
que después de mucho chamuyo en esforzado inglés, que ella bajara a Buenos
Aires y aceptara subir a su barco para hacer un crucero a Colonia, y quien
sabe, por ahí una parada en Riachuelo y de ahí a Punta del Este.
Stephane volvió a Tigre y caminó desde la estación de tren, seguro que con
la mochila al hombro y su chica de la mano. En la amarra municipal encontró el
bote auxiliar en el mismo lugar donde lo había dejado. Argentina no es tan terrible,
debe haber pensado, mientras se subía al bote de remo con un trapo y repasaba
la madera del asiento para que su chica no se ensuciara los pantalones. Cuando
salieron por el río Tigre, un sol tibio, el reflejo dulce en las olas, se
cruzaron con un vecino de amarras que miró a Stephane sorprendido. El suizo no
había avisado que se iba al Norte, tampoco había avisado que volvía. En Salta,
los siete meses habían pasado como una tormenta de verano. El vecino le gritó
algo que el suizo no llegó a escuchar. Siguió remando, pasaron frente al barco
de prefectura, cruzaron el río Luján.
En Humahuaca, la noche en que Stephane había conocido a la salteña, una de
las primeras cosas que ella le había preguntado era cómo se llamaba su barco. Le
debe haber mostrado la misma foto que a nosotros, esa con las velas henchidas y
el orgulloso capitán bronceado al timón. Los imagino sentados uno al lado del
otro frente a una mesa de madera, rodeados del barullo de una peña folklórica y
Stephane habría dicho con ojos de cerveza: “Love love”. Ahora estaban llegando
al barquito, se veían otras popas imponentes, se veía el mástil asomando de un
barco hundido. Atrás, chiquito pero acogedor flotaba el Love love. Se acercaron
y cuando ya se leía el nombre en la banda, Stephane le dio una pausa al remo,
dejó que el bote se acercara con la estropada y entonces hundió una pala,
trazaron una curva sobre el agua mansa y la salteña pudo agarrarse del balcón
de popa.
Primero pusieron en el barco las mochilas y el sicus. Luego acomodaron los
remos y afirmaron la boza del bote a una cornamusa. Entonces la salteña pegó un
salto y se sentó por primera vez en el Love love. Stephane hizo lo mismo. En el
piso de la bañera se había juntado algo de hojarasca y de polvillo, la carpa se
había soltado en dos lugares, pero el resto estaba perfecto. Stephane sacó la
llave de uno de sus bolsillos y abrió la escotilla. La salteña entró. Debía
medir uno sesenta o algo así, justo la altura interior del Love love. Stephane
metió su cabeza rubia y con su largo brazo señaló y explicó para qué servía
cada cosa en su pequeño hogar.
El vecino de amarra pasó de regreso dos horas más tarde y se encontró al
suizo tomando un té sentado en la popa. Aproximó su lancha al barco de
Stephane. Le explicó en castellano, ayudado luego con señas, que había
problemas. Prefectura, decía. Water police, era la traducción que se le
ocurría. You no can go. El hombre movía la cabeza en su lancha negando con
énfasis y Stephane se hizo una vaga idea de lo que pasaba. La salteña se asomó,
trenza larga, pañuelo florido en la cabeza y una sonrisa encantadora que al ver
las muecas del suizo se evaporó.
Un suizo con problemas legales en la Argentina o un hámster corriendo hasta
extenuarse en una ruedita, Stephane hizo lo que pudo. Un barco extranjero tiene
seis meses de permiso para permanecer en el país. Luego, interviene la aduana,
le inicia al dueño una causa por contrabando y emite la prohibición para
navegar. El Love love estaba en esa situación, la tormenta de verano en Salta
había tenido ese costo y ni hablar de crucero a Colonia, ni a Punta del Este,
Stephane no podía ni siquiera pensar en volver a Europa cómo había venido. Tenía
que agradecer que la aduana no hubiera decidido incautárselo, que era el
próximo paso.
Después de tres semanas con Stephane yendo y viniendo a distintas
dependencias de la burocracia argentina, la salteña se volvió a Salta con su
sicus y él viajó a Suiza en avión. Seis meses más tarde volvió a la Argentina
con renovadas energías a tratar de liberar a su barco. Su vecino de amarra le
consiguió un abogado, el abogado tenía un hermano, y ahí, precisamente ahí,
entro yo en la historia.
Mi hermano quería ayudar al suizo. Hizo todo lo que estuvo a su alcance.
Era una cuestión solidaria, o deportiva, poco importa. Mi hermano hasta invitó
a su cliente a comer una fondue en su casa, con lo que sale el queso. Pero legalmente
Stephane no tenía ninguna posibilidad de sacar su barco del país. Podía tratar
de hacer valer la reputada ciudadanía e ir a la embajada para iniciar un
reclamo vía consulado. Pero estábamos hablando de un barquito de veintidós
pies. Nadie iba a mover un dedo. El suizo no tenía plata ni para coimas. Mi
hermano lo asesoró bien en ese sentido. David le partió la cabeza a Goliat con
una piedrita, pero eso no sucedió en Argentina. Después mi hermano cambió de
tema, le conté de mi trabajo, de mis plantas y hablamos de la genética que
había conseguido hibridar, y que en otros países se pagaban fortunas por
plantas como las mías, y terminé diciendo, medio entonado ya, que, aunque
argentina fuera ingrata, yo prefería vivir de esta manera que en un país
previsible y ordenado como suiza.
Cuando ya se había apagado el mechero bajo la fondue y después de la
tercera copa de vino, dije de aprovechar el mundial. Stephane, le dije, hay dos horas en que este
país se detiene. No va a haber un prefecto mirando otra cosa que los partidos
de Argentina. Ese es el momento. Cuando se aviven ya hay que estar cruzando el
canal Mitre, rumbo a Colonia. En Uruguay la legislación es distinta. Los barcos
de bandera extranjera pueden quedarse. Yo te acompaño, me ofrecí. Pero a
Stephane, mi ofrecimiento le produjo desconfianza. No me conocía. Para el suizo
yo era un argentino, hermano de su abogado, que se ofrecía a ayudarlo a quebrar
la ley. El asunto no cerraba. Encima mi novia de entonces le dijo con un mohín
que no me hiciera caso, que mis ideas eran mmmm, eran nnnnn, mientras sacudía
la cabeza y la trenza le golpeaba uno y otro hombro. ¿Por qué no cerras el
pico?, le dije, y ella me miró con gesto asesino.
Tres meses más tarde el mundial era un recuerdo. Algún que otro cartel
todavía nos incitaba a alentar a los campeones del mundo. Por esas cuestiones
del destino, los campeones no habían resultado argentinos. Mi novia me había
dejado para volver a vivir con su madre. En mi club organizaban una regata a Colonia
donde corrían cerca de cien barcos. El mismo día se jugaba un River Boca. Le
mandé un mensaje a Stephane por medio de mi hermano. Sabía bien que ese día algún
prefecto estaría de guardia, con un ojo en la tele y el otro en el río y entre
cien barcos el Love love pasaría inadvertido. Una vez en Uruguay: Hasta la
vista baby.
Stephane
me invitó a su barco a conversar de la regata. Le pedí que me fuera a buscar
con su bote a la amarra municipal. Cuando llegamos al barco la imagen no podía
ser más deprimente. Un suizo escuchando música andina en un barco sucio.
Paquetes y más paquetes de galletitas desparramados por todos lados. Saqué de
mi bolsillo una navaja suiza y descorché la primera de las dos botellas que
había llevado. Me acordé de Kusturica y de que cuando conocí a Stephane había
pensado que tenía que tener sangre de algún país tercermundista. Me acordé de
los comentarios de mi ex. Las minas son una mierda, le dije a Stephane,
sirviendo el vino en vasos de plástico violeta con la inscripción Love love. Vivan
los corazones roto, le dije. Terminamos medio borrachos molestando a los
vecinos de amarra con nuestros intentos por entonar a coro “Le vent nous
portera”.
Después
de que Stephane se durmiera una siesta adentro y yo me recuperara mirando el
contraste de las casuarinas contra el cielo celeste, nos dedicamos a repasar la
maniobra y verificar el estado del barco. El Love love había pasado mucho
tiempo sin navegar y yo no quería se rompiera algo en el medio del río. El
viaje se lo iba a cobrar aunque el suizo no se enterara. Debajo de la cucheta había un compartimiento
estanco que me servía para meter los bolsos. Stephane se puso a hacer limpieza
y al verlo guardar con cuidado un pañuelo de la salteña pensé que en cuestiones
amorosas los suizos eran como el resto del mundo.
*
* *
El Río de la Plata brillaba y las olas nos cruzaban en diagonal. El Suzuki
sonaba sereno y el Love love se sentía bien, cabeceando lento cómo
desperezándose luego de una siesta de
largos meses. Ya los nervios de Stephane al zarpar y luego al pasar frente al
barco de prefectura eran parte del pasado. Y los nervios míos los había pasado
agarrando fuerte el manillar del motor. El trayecto por el río Luján nos había
llevado media hora y ya estábamos saliendo a río abierto, a la altura de San
Isidro. Una brisa leve pronosticaba una navegada suave y placentera. Frente a
nosotros, después de un trecho de costa verde, se veían los infinitos edificios
de la ciudad. Stephane me dejó el timón y se puso a izar las velas, luego
apagamos el motor, y a todo trapo nos fuimos acercando a las inmediaciones del
pilote de la Norma Mabel. Otros barcos hacían lo mismo. Algunos ya estaban
allí, dando vueltas amontonados. Mirando con unos prismáticos, Stephane pudo
ver entre tanta vela dónde habían fondeado la lancha de la comisión de regatas.
Cuando estuvimos cerca, prendí la radio, el VHF, y Stephane se dedicó a
levantar el motor. La línea de largada estaba entre la lancha y una boya
inflable naranja. Decenas de veleros daban vueltas alrededor nuestro y yo
timoneaba atento a no chocar a nadie. Con la tensión no nos habíamos dado
cuenta de que habíamos logrado el primer objetivo. Le grité a Stephane: ¡Ya
estamos camuflados! Desde la proa me miró con cara de preocupado. No me
entendía. Entonces le grité de nuevo, camuflados, camouflage. Stephane me
seguía mirando, pero yo desistí de explicarle.
A la señal largamos como los otros y enseguida Stephane se vino a popa y
apagó la radio. Decenas de veleros, todos escorando para el mismo lado, todos
con el mismo destino. Al rato quedó claro que el Love love no era un racer y
que su tripulación estaba más interesada en cruzar la frontera que en ganar la
regata. Después de unas horas, cuando nos acercábamos al Canal Uruguayo y las
olas eran más grandes y el viento apretaba, estábamos entre los últimos cinco
de la flota. Los barcos más grandes ya eran una postal multicolor enfilando
hacia Colonia. Uno a uno, cuando dejaban a babor el par de boyas del kilómetro
54, derivaban e izaban el spinnaker. Adelante nuestro, un Alpha 25 izó un globo
naranja y verde. Le pregunté a Stephane si tenía spi. Dijo, yes, I think. Me
explicó que en el cruce del Atlántico nunca lo había izado. Era lógico, en
solitario. Pero ahora estábamos en regata, era importante que nadie sospechara
nada. Estábamos a metros de entrar en jurisdicción uruguaya. Todos izaban spi,
entonces nosotros también. Le dejé a Stephane el timón, entré y revolví todo
pensando que ese suizo del orto tenía que tener un maldito spinnaker. Lo
encontré al fondo del pañol. Lo saqué afuera y lo repasé para que no estuviera
enredado. Tenía los colores de Francia. Azul, blanco y rojo. Mierda, pensé,
este spi nos delata. Pero después vi otro barco con los mismos colores más
adelante. Así que fui a proa y estaba haciendo firme la driza, cuando Stephane
me gritó:
—
Flaviou, Flaviou, I haven´t timón.
—
¿Qué?
—
No timón
—
¿Cómo Stephane?
—
I move it. Nothing
Y con
movimientos ampulosos llevaba la caña de un lado para el otro para que yo
pudiera ver que el barco no le respondía.
Mientras
el barco parecía una batidora y se iba para donde lo llevaban las olas me asomé
por la popa. La pala del timón estaba partida antes de llegar al agua.
Arriemos, le grité a Stephane, mientras le señalaba las velas. Después traté de
bajar el Susuki fuera de borda. El suizo me preguntó a los gritos si mandaba un
pedido de auxilio a la prefectura Uruguaya. Wait, wait, le grité mientras me
peleaba con el motor.
Al rato
estábamos más tranquilos. Ya habíamos bajado las velas y el Susuki nos
impulsaba. Yo había atado la caña del timón contra una banda para que no
molestara. Pasamos las boyas del kilómetro 54 del Canal Uruguayo. Las olas eran
grandes y muchas veces la fuerza del motor no alcanzaba para mantener el rumbo.
Entonces yo lo dejaba ir, el barco parecía quedar boyando, dábamos toda la
vuelta en redondo y de a poco ajustaba la dirección. Stephane me preguntó por
qué no avisaba a la prefectura de la avería. Yo traté de explicarle qué si
pedíamos asistencia, el Love love iba a morir en Colonia. Para sacar un barco
que había entrado a puerto averiado se necesitaba repararlo, y luego una
autorización de la prefectura uruguaya. Algo que parecía sencillo, pero no lo
era tanto. Stephane, burocracia
Uruguaya, y believe me, le grité. Water pólice. The same that in argentina.
Stephane agarró la escota del spi y se puso a adujarla, con lo que pensé que, o
había entendido, o lo había convencido por agotamiento.
Cuando
teníamos la isla San Gabriel por el través, las olas disminuyeron. Nos íbamos
acercando a la línea de llegada, seguramente últimos. Nos estarían esperando
para levantar la boya. Entonces le pedí a Stephane que prendiera la radio, el
VHF, y que anunciara nuestra llegada a Control Colonia. Era lo que se hacía
siempre, sobre todo cuando no había problemas. Entonces en la radio apareció
alguien de la Comisión de Regatas. Nos preguntó si necesitábamos asistencia. Y
claro, yo pensé, desde la escollera nos deben estar viendo, se supone que
estamos en regata, con viento en popa, y venimos sin velas y dando bandazos
para un lado y para el otro. Entonces le pedí a Stephane que dijera que estaba
todo perfecto. Stephane me miró. Era un suizo, al fin y al cabo. Le estaba
pidiendo que mienta. Y aparte, necesitábamos ayuda, y yo quería que dijera que
no la necesitábamos. Later I explain, later. Please say all is perfect.
Entonces quiso decirlo, pero se trabó con las palabras. La reconcha de tu
hermana, pensé. Y los de la comisión se
pusieron densos. Atención Love, love,
¿necesitan asistencia? ¿Necesitan ayuda a bordo, en el amarre? Stephane me miró
desencajado, un suizo con el mecanismo averiado. La va a cagar, la va a cagar,
pensé, este suizo de mierda la va a cagar. Estuve seguro de que la prefectura
de Colonia habría escuchado la conversación por la radio y estarían atentos
para ver qué pasaba. El barco se sacudía para un lado y para el otro. Las
piedras del espigón y la baliza eran perfectamente visibles. Así de cerca nos
verían también a nosotros. Le grité a Stephane que apagara la radio. Turn off,
le dije, Caput. Damn it. Y por lo bajo dije, forro, forro, forro. Y él me
miraba. Entonces solté el acelerador del fuera de borda. El motor quedó
regulando, el barco empezó a ir para donde las olas lo llevaban, y yo pasé por
la escotilla empujando a Stephane contra la brazola. No le pegué, sólo lo
empujé, pero él se agarró como el hombro como si le hubieran dado dos tiros. Estiré
el brazo y apagué la batería. La radio dejó de emitir. Yo volví al motor, pegué
una acelerada, y con un lento cabeceo fui enderezado el rumbo para pasar entre
la baliza y la boya.
Entonces
recordé que la caña del timón estaba atada contra una banda. Estábamos por
pasar a metros de los de la comisión que tocarían la bocina al cruzar la línea.
Stephane, please, timón, le grité haciendo el gesto de timonear. Y él entendió,
y asustado desató la caña, y así cruzamos la línea de llegada, en popa a palo
seco, conmigo colgado acelerando el fuera de borda, y un suizo timoneando un
timón que no llegaba hasta el agua.
Sonó la
bocina. Sobre la escollera de piedras la gente nos miraba. Entre ellos estarían
los de la comisión de regatas. El oficial revisaría que en la planilla quedemos
anotados como últimos y además descalificados por entrar a motor, pensé. Con la
estropada nos metimos entre los barcos amarrados al borneo y encaramos para el
muelle de madera. Todavía había lugares libres. El Susuki nos permitió la
maniobra. Pesqué una boya con el bichero y cuando por fin Stephane saltó a la
amarra y amarró la proa, yo afirmé el cabo de popa, puse las defensas en ambas
bandas, saludé a los vecinos, me puse ropa seca y me desplomé. Tenía el hombro
contracturado, el tríceps, la muñeca y el antebrazo doloridos. Pero el Love
love había conseguido salir de Argentina. Lo habíamos logrado. Estábamos en
Colonia y la prefectura uruguaya no se había enterado de nada.
Al rato
me levanté y abrí el estanco para constatar que los bolsos con las plantas
estaban bien. Mandé un mensaje al uruguayo que vendría a buscarlas. Después me
quedé dormido. Me desperté con las últimas luces del día. El muelle estaba
lleno de turistas que sacaban fotos al atardecer sobre el puerto. Cada tanto
alguno miraba los barcos. Cuando me veían tirado me salteaban con la vista y
seguían. Estuve un rato así, tratando de ponerme en funcionamiento. Al final me
levanté, dolorido, y con un salto bajé a la amarra. Cuando me estaba estirando
la espalda, vi venir la cabeza rubia de Stephane acompañada por dos prefectos
uruguayos. En cuanto pude reaccionar, me fui por el otro lado. Subí la escalera
y me mezclé entre los turistas que caminaban por el muelle. Cuando pasé a la
altura del Love love, vi como Stephane les mostraba a los prefectos el pedazo de
timón que colgaba.
Mi
hermano viene para Colonia cada año para la misma época, con sus amigos en la
regata que organiza mi club. La última vez vino de visita y me contó que habían
quedado octavos en la general, segundos en la serie. Después de un silencio
incómodo me dijo que cuando cruzaron la línea de llegada y sonó la bocina y
dejaron la baliza Santa Rita por el través, mientras sus amigos se ocupaban de
prender el motor, arriar velas y adujar escotas, él se quedó sentado en la
borda. Ahí nomás, amarrado al borneo hay un Jeanneau francés de veintidós pies
llamado Love love. Está verde de hongos y la carpa tiene varias rajaduras. El
pedazo de timón tiene unas marcas, cómo si alguien lo hubiera intentado
reparar. Y claro, le digo, Stephane deber haber hecho un último esfuerzo por
lograrlo. Después de otro silencio le cuento que ahora escuchar un sicus me
causa tristeza, aunque esté tocando el carnavalito. Le digo también que a veces
imagino la cabeza rubia de Stephane corriendo slaloms gigantes en la nieve, o
alguna otra prueba para esquiadores compulsivos en Suiza. Mi hermano me cambia
de tema y me dice que falta menos, que le cuente algo de mí. Quiere
entretenerme. Le digo que hace un mes me cambiaron de celda, y en la nueva, por
alguna razón misteriosa a veces levanto la vista y pienso que encima, en vez de
cielorraso, tengo un spinnaker con los colores de Francia. Por supuesto, me
equivoco. La realidad descascarada se impone.