domingo, 25 de mayo de 2025

Love love

 

Stephane es un suizo alto, flaco, fibroso y con cara de esquiador compulsivo. Le resultaba imposible responder a la mayoría de las preguntas que aparecían a borbotones cuando contaba su historia, en parte porque apenas hablaba español y sobre todo porque muchas de las preguntas no tenían respuesta. El día en que lo conocí llegué de vuelta a casa con la panza llena de queso, con una punzada que me doblaba, y recuerdo haberle dicho a mi novia que ese Stephane aparte de suizo merecía ser hijo de serbios. Y mi novia, que por entonces ya mostraba la hilacha, me preguntó qué carajos sabía yo de serbios y suizos. Kusturica, dije. Kusturica, vi las pelis de Kusturica, y además soy suizo, tengo el pasaporte, le contesté como pude y me fui al baño.

 

La historia que el suizo contaba en inglés con alguna palabra entreverada de francés y castellano decía que estaba dando la vuelta al mundo en un velero y así había llegado a Buenos Aires. El barco lo había comprado en Francia, era un Jeanneau de veintidós pies de eslora (algo menos que siete metros) del año 77. Stephane nos mostró en su teléfono una foto con las velas henchidas y dijo que se había enamorado a primera vista al verlo en un puerto en Almería. Era algo parecido a nuestro Plenamar 23, pero con la popa de un Alpha 25, seguramente diseñado en Francia para tirar bordes en un apacible lago, o a lo sumo en días tranquilos del Mediterráneo. Lo había pagado dos mil quinientos euros (algo así como cuatro mil dólares), y se había largado a cruzar el Océano Atlántico.

 

Hacer un crucero oceánico con un velero de veintidós pies de eslora es por lo menos arriesgado. Stephane llegó con ese barco a Buenos Aires porque nuestro Señor es generoso, y sobre todo es generoso con los suizos a los que aparte de relojes, chocolates y navajas, les concedió el don de la precisión y del éxito garantizado. Pero no hay que abusar de la generosidad del Padre, ni poner a prueba nuestro destino. Buenos Aires es una ciudad compleja en lo que a designios divinos se refiere, y eso pronto lo iba a comprender Stephane.

 

Por lo pronto, cuando llegó todo le debe haber parecido fantástico. Consiguió una amarra de cortesía en el Tigre Sailing Club y con el bote auxiliar inflable llegaba en diez minutos de remo a las amarras municipales, donde podía dejar el bote y tomarse el tren. Recorrió Buenos Aires, conoció Caminito, tomó clases de tango, fue a la cancha de Boca. Después quiso conocer la Argentina profunda y se tomó un micro a Salta la linda. Allí conoció a una chica que tocaba el sicus que le partió la cabeza y vivió por un tiempo a salto de mata entre Iruya, Cachi y Humahuaca.

 

Stephane se debe haber planteado si le convenía seguir su vuelta al mundo, Stephane debe haber imaginado un futuro glorioso de plenitud y libertad, pero quiso mostrarle sus habilidades marineras a la salteña y consiguió, es probable que después de mucho chamuyo en esforzado inglés, que ella bajara a Buenos Aires y aceptara subir a su barco para hacer un crucero a Colonia, y quien sabe, por ahí una parada en Riachuelo y de ahí a Punta del Este.

 

Stephane volvió a Tigre y caminó desde la estación de tren, seguro que con la mochila al hombro y su chica de la mano. En la amarra municipal encontró el bote auxiliar en el mismo lugar donde lo había dejado. Argentina no es tan terrible, debe haber pensado, mientras se subía al bote de remo con un trapo y repasaba la madera del asiento para que su chica no se ensuciara los pantalones. Cuando salieron por el río Tigre, un sol tibio, el reflejo dulce en las olas, se cruzaron con un vecino de amarras que miró a Stephane sorprendido. El suizo no había avisado que se iba al Norte, tampoco había avisado que volvía. En Salta, los siete meses habían pasado como una tormenta de verano. El vecino le gritó algo que el suizo no llegó a escuchar. Siguió remando, pasaron frente al barco de prefectura, cruzaron el río Luján.

 

En Humahuaca, la noche en que Stephane había conocido a la salteña, una de las primeras cosas que ella le había preguntado era cómo se llamaba su barco. Le debe haber mostrado la misma foto que a nosotros, esa con las velas henchidas y el orgulloso capitán bronceado al timón. Los imagino sentados uno al lado del otro frente a una mesa de madera, rodeados del barullo de una peña folklórica y Stephane habría dicho con ojos de cerveza: “Love love”. Ahora estaban llegando al barquito, se veían otras popas imponentes, se veía el mástil asomando de un barco hundido. Atrás, chiquito pero acogedor flotaba el Love love. Se acercaron y cuando ya se leía el nombre en la banda, Stephane le dio una pausa al remo, dejó que el bote se acercara con la estropada y entonces hundió una pala, trazaron una curva sobre el agua mansa y la salteña pudo agarrarse del balcón de popa.

 

Primero pusieron en el barco las mochilas y el sicus. Luego acomodaron los remos y afirmaron la boza del bote a una cornamusa. Entonces la salteña pegó un salto y se sentó por primera vez en el Love love. Stephane hizo lo mismo. En el piso de la bañera se había juntado algo de hojarasca y de polvillo, la carpa se había soltado en dos lugares, pero el resto estaba perfecto. Stephane sacó la llave de uno de sus bolsillos y abrió la escotilla. La salteña entró. Debía medir uno sesenta o algo así, justo la altura interior del Love love. Stephane metió su cabeza rubia y con su largo brazo señaló y explicó para qué servía cada cosa en su pequeño hogar.

 

El vecino de amarra pasó de regreso dos horas más tarde y se encontró al suizo tomando un té sentado en la popa. Aproximó su lancha al barco de Stephane. Le explicó en castellano, ayudado luego con señas, que había problemas. Prefectura, decía. Water police, era la traducción que se le ocurría. You no can go. El hombre movía la cabeza en su lancha negando con énfasis y Stephane se hizo una vaga idea de lo que pasaba. La salteña se asomó, trenza larga, pañuelo florido en la cabeza y una sonrisa encantadora que al ver las muecas del suizo se evaporó.

 

Un suizo con problemas legales en la Argentina o un hámster corriendo hasta extenuarse en una ruedita, Stephane hizo lo que pudo. Un barco extranjero tiene seis meses de permiso para permanecer en el país. Luego, interviene la aduana, le inicia al dueño una causa por contrabando y emite la prohibición para navegar. El Love love estaba en esa situación, la tormenta de verano en Salta había tenido ese costo y ni hablar de crucero a Colonia, ni a Punta del Este, Stephane no podía ni siquiera pensar en volver a Europa cómo había venido. Tenía que agradecer que la aduana no hubiera decidido incautárselo, que era el próximo paso.

 

Después de tres semanas con Stephane yendo y viniendo a distintas dependencias de la burocracia argentina, la salteña se volvió a Salta con su sicus y él viajó a Suiza en avión. Seis meses más tarde volvió a la Argentina con renovadas energías a tratar de liberar a su barco. Su vecino de amarra le consiguió un abogado, el abogado tenía un hermano, y ahí, precisamente ahí, entro yo en la historia.

 

Mi hermano quería ayudar al suizo. Hizo todo lo que estuvo a su alcance. Era una cuestión solidaria, o deportiva, poco importa. Mi hermano hasta invitó a su cliente a comer una fondue en su casa, con lo que sale el queso. Pero legalmente Stephane no tenía ninguna posibilidad de sacar su barco del país. Podía tratar de hacer valer la reputada ciudadanía e ir a la embajada para iniciar un reclamo vía consulado. Pero estábamos hablando de un barquito de veintidós pies. Nadie iba a mover un dedo. El suizo no tenía plata ni para coimas. Mi hermano lo asesoró bien en ese sentido. David le partió la cabeza a Goliat con una piedrita, pero eso no sucedió en Argentina. Después mi hermano cambió de tema, le conté de mi trabajo, de mis plantas y hablamos de la genética que había conseguido hibridar, y que en otros países se pagaban fortunas por plantas como las mías, y terminé diciendo, medio entonado ya, que, aunque argentina fuera ingrata, yo prefería vivir de esta manera que en un país previsible y ordenado como suiza.

 

Cuando ya se había apagado el mechero bajo la fondue y después de la tercera copa de vino, dije de aprovechar el mundial.  Stephane, le dije, hay dos horas en que este país se detiene. No va a haber un prefecto mirando otra cosa que los partidos de Argentina. Ese es el momento. Cuando se aviven ya hay que estar cruzando el canal Mitre, rumbo a Colonia. En Uruguay la legislación es distinta. Los barcos de bandera extranjera pueden quedarse. Yo te acompaño, me ofrecí. Pero a Stephane, mi ofrecimiento le produjo desconfianza. No me conocía. Para el suizo yo era un argentino, hermano de su abogado, que se ofrecía a ayudarlo a quebrar la ley. El asunto no cerraba. Encima mi novia de entonces le dijo con un mohín que no me hiciera caso, que mis ideas eran mmmm, eran nnnnn, mientras sacudía la cabeza y la trenza le golpeaba uno y otro hombro. ¿Por qué no cerras el pico?, le dije, y ella me miró con gesto asesino.

 

Tres meses más tarde el mundial era un recuerdo. Algún que otro cartel todavía nos incitaba a alentar a los campeones del mundo. Por esas cuestiones del destino, los campeones no habían resultado argentinos. Mi novia me había dejado para volver a vivir con su madre. En mi club organizaban una regata a Colonia donde corrían cerca de cien barcos. El mismo día se jugaba un River Boca. Le mandé un mensaje a Stephane por medio de mi hermano. Sabía bien que ese día algún prefecto estaría de guardia, con un ojo en la tele y el otro en el río y entre cien barcos el Love love pasaría inadvertido. Una vez en Uruguay: Hasta la vista baby.

 

Stephane me invitó a su barco a conversar de la regata. Le pedí que me fuera a buscar con su bote a la amarra municipal. Cuando llegamos al barco la imagen no podía ser más deprimente. Un suizo escuchando música andina en un barco sucio. Paquetes y más paquetes de galletitas desparramados por todos lados. Saqué de mi bolsillo una navaja suiza y descorché la primera de las dos botellas que había llevado. Me acordé de Kusturica y de que cuando conocí a Stephane había pensado que tenía que tener sangre de algún país tercermundista. Me acordé de los comentarios de mi ex. Las minas son una mierda, le dije a Stephane, sirviendo el vino en vasos de plástico violeta con la inscripción Love love. Vivan los corazones roto, le dije. Terminamos medio borrachos molestando a los vecinos de amarra con nuestros intentos por entonar a coro “Le vent nous portera”.

 

Después de que Stephane se durmiera una siesta adentro y yo me recuperara mirando el contraste de las casuarinas contra el cielo celeste, nos dedicamos a repasar la maniobra y verificar el estado del barco. El Love love había pasado mucho tiempo sin navegar y yo no quería se rompiera algo en el medio del río. El viaje se lo iba a cobrar aunque el suizo no se enterara.  Debajo de la cucheta había un compartimiento estanco que me servía para meter los bolsos. Stephane se puso a hacer limpieza y al verlo guardar con cuidado un pañuelo de la salteña pensé que en cuestiones amorosas los suizos eran como el resto del mundo.

 

 *  *  *

 

El Río de la Plata brillaba y las olas nos cruzaban en diagonal. El Suzuki sonaba sereno y el Love love se sentía bien, cabeceando lento cómo desperezándose  luego de una siesta de largos meses. Ya los nervios de Stephane al zarpar y luego al pasar frente al barco de prefectura eran parte del pasado. Y los nervios míos los había pasado agarrando fuerte el manillar del motor. El trayecto por el río Luján nos había llevado media hora y ya estábamos saliendo a río abierto, a la altura de San Isidro. Una brisa leve pronosticaba una navegada suave y placentera. Frente a nosotros, después de un trecho de costa verde, se veían los infinitos edificios de la ciudad. Stephane me dejó el timón y se puso a izar las velas, luego apagamos el motor, y a todo trapo nos fuimos acercando a las inmediaciones del pilote de la Norma Mabel. Otros barcos hacían lo mismo. Algunos ya estaban allí, dando vueltas amontonados. Mirando con unos prismáticos, Stephane pudo ver entre tanta vela dónde habían fondeado la lancha de la comisión de regatas.

 

Cuando estuvimos cerca, prendí la radio, el VHF, y Stephane se dedicó a levantar el motor. La línea de largada estaba entre la lancha y una boya inflable naranja. Decenas de veleros daban vueltas alrededor nuestro y yo timoneaba atento a no chocar a nadie. Con la tensión no nos habíamos dado cuenta de que habíamos logrado el primer objetivo. Le grité a Stephane: ¡Ya estamos camuflados! Desde la proa me miró con cara de preocupado. No me entendía. Entonces le grité de nuevo, camuflados, camouflage. Stephane me seguía mirando, pero yo desistí de explicarle.

 

A la señal largamos como los otros y enseguida Stephane se vino a popa y apagó la radio. Decenas de veleros, todos escorando para el mismo lado, todos con el mismo destino. Al rato quedó claro que el Love love no era un racer y que su tripulación estaba más interesada en cruzar la frontera que en ganar la regata. Después de unas horas, cuando nos acercábamos al Canal Uruguayo y las olas eran más grandes y el viento apretaba, estábamos entre los últimos cinco de la flota. Los barcos más grandes ya eran una postal multicolor enfilando hacia Colonia. Uno a uno, cuando dejaban a babor el par de boyas del kilómetro 54, derivaban e izaban el spinnaker. Adelante nuestro, un Alpha 25 izó un globo naranja y verde. Le pregunté a Stephane si tenía spi. Dijo, yes, I think. Me explicó que en el cruce del Atlántico nunca lo había izado. Era lógico, en solitario. Pero ahora estábamos en regata, era importante que nadie sospechara nada. Estábamos a metros de entrar en jurisdicción uruguaya. Todos izaban spi, entonces nosotros también. Le dejé a Stephane el timón, entré y revolví todo pensando que ese suizo del orto tenía que tener un maldito spinnaker. Lo encontré al fondo del pañol. Lo saqué afuera y lo repasé para que no estuviera enredado. Tenía los colores de Francia. Azul, blanco y rojo. Mierda, pensé, este spi nos delata. Pero después vi otro barco con los mismos colores más adelante. Así que fui a proa y estaba haciendo firme la driza, cuando Stephane me gritó:

 

     Flaviou, Flaviou, I haven´t timón.

     ¿Qué?

     No timón

     ¿Cómo  Stephane?

      I move it. Nothing

Y con movimientos ampulosos llevaba la caña de un lado para el otro para que yo pudiera ver que el barco no le respondía.

 

Mientras el barco parecía una batidora y se iba para donde lo llevaban las olas me asomé por la popa. La pala del timón estaba partida antes de llegar al agua. Arriemos, le grité a Stephane, mientras le señalaba las velas. Después traté de bajar el Susuki fuera de borda. El suizo me preguntó a los gritos si mandaba un pedido de auxilio a la prefectura Uruguaya. Wait, wait, le grité mientras me peleaba con el motor.

 

Al rato estábamos más tranquilos. Ya habíamos bajado las velas y el Susuki nos impulsaba. Yo había atado la caña del timón contra una banda para que no molestara. Pasamos las boyas del kilómetro 54 del Canal Uruguayo. Las olas eran grandes y muchas veces la fuerza del motor no alcanzaba para mantener el rumbo. Entonces yo lo dejaba ir, el barco parecía quedar boyando, dábamos toda la vuelta en redondo y de a poco ajustaba la dirección. Stephane me preguntó por qué no avisaba a la prefectura de la avería. Yo traté de explicarle qué si pedíamos asistencia, el Love love iba a morir en Colonia. Para sacar un barco que había entrado a puerto averiado se necesitaba repararlo, y luego una autorización de la prefectura uruguaya. Algo que parecía sencillo, pero no lo era tanto.  Stephane, burocracia Uruguaya, y believe me, le grité. Water pólice. The same that in argentina. Stephane agarró la escota del spi y se puso a adujarla, con lo que pensé que, o había entendido, o lo había convencido por agotamiento.

 

Cuando teníamos la isla San Gabriel por el través, las olas disminuyeron. Nos íbamos acercando a la línea de llegada, seguramente últimos. Nos estarían esperando para levantar la boya. Entonces le pedí a Stephane que prendiera la radio, el VHF, y que anunciara nuestra llegada a Control Colonia. Era lo que se hacía siempre, sobre todo cuando no había problemas. Entonces en la radio apareció alguien de la Comisión de Regatas. Nos preguntó si necesitábamos asistencia. Y claro, yo pensé, desde la escollera nos deben estar viendo, se supone que estamos en regata, con viento en popa, y venimos sin velas y dando bandazos para un lado y para el otro. Entonces le pedí a Stephane que dijera que estaba todo perfecto. Stephane me miró. Era un suizo, al fin y al cabo. Le estaba pidiendo que mienta. Y aparte, necesitábamos ayuda, y yo quería que dijera que no la necesitábamos. Later I explain, later. Please say all is perfect. Entonces quiso decirlo, pero se trabó con las palabras. La reconcha de tu hermana, pensé.  Y los de la comisión se pusieron densos. Atención  Love, love, ¿necesitan asistencia? ¿Necesitan ayuda a bordo, en el amarre? Stephane me miró desencajado, un suizo con el mecanismo averiado. La va a cagar, la va a cagar, pensé, este suizo de mierda la va a cagar. Estuve seguro de que la prefectura de Colonia habría escuchado la conversación por la radio y estarían atentos para ver qué pasaba. El barco se sacudía para un lado y para el otro. Las piedras del espigón y la baliza eran perfectamente visibles. Así de cerca nos verían también a nosotros. Le grité a Stephane que apagara la radio. Turn off, le dije, Caput. Damn it. Y por lo bajo dije, forro, forro, forro. Y él me miraba. Entonces solté el acelerador del fuera de borda. El motor quedó regulando, el barco empezó a ir para donde las olas lo llevaban, y yo pasé por la escotilla empujando a Stephane contra la brazola. No le pegué, sólo lo empujé, pero él se agarró como el hombro como si le hubieran dado dos tiros. Estiré el brazo y apagué la batería. La radio dejó de emitir. Yo volví al motor, pegué una acelerada, y con un lento cabeceo fui enderezado el rumbo para pasar entre la baliza y la boya.

 

Entonces recordé que la caña del timón estaba atada contra una banda. Estábamos por pasar a metros de los de la comisión que tocarían la bocina al cruzar la línea. Stephane, please, timón, le grité haciendo el gesto de timonear. Y él entendió, y asustado desató la caña, y así cruzamos la línea de llegada, en popa a palo seco, conmigo colgado acelerando el fuera de borda, y un suizo timoneando un timón que no llegaba hasta el agua.

 

Sonó la bocina. Sobre la escollera de piedras la gente nos miraba. Entre ellos estarían los de la comisión de regatas. El oficial revisaría que en la planilla quedemos anotados como últimos y además descalificados por entrar a motor, pensé. Con la estropada nos metimos entre los barcos amarrados al borneo y encaramos para el muelle de madera. Todavía había lugares libres. El Susuki nos permitió la maniobra. Pesqué una boya con el bichero y cuando por fin Stephane saltó a la amarra y amarró la proa, yo afirmé el cabo de popa, puse las defensas en ambas bandas, saludé a los vecinos, me puse ropa seca y me desplomé. Tenía el hombro contracturado, el tríceps, la muñeca y el antebrazo doloridos. Pero el Love love había conseguido salir de Argentina. Lo habíamos logrado. Estábamos en Colonia y la prefectura uruguaya no se había enterado de nada.

 

Al rato me levanté y abrí el estanco para constatar que los bolsos con las plantas estaban bien. Mandé un mensaje al uruguayo que vendría a buscarlas. Después me quedé dormido. Me desperté con las últimas luces del día. El muelle estaba lleno de turistas que sacaban fotos al atardecer sobre el puerto. Cada tanto alguno miraba los barcos. Cuando me veían tirado me salteaban con la vista y seguían. Estuve un rato así, tratando de ponerme en funcionamiento. Al final me levanté, dolorido, y con un salto bajé a la amarra. Cuando me estaba estirando la espalda, vi venir la cabeza rubia de Stephane acompañada por dos prefectos uruguayos. En cuanto pude reaccionar, me fui por el otro lado. Subí la escalera y me mezclé entre los turistas que caminaban por el muelle. Cuando pasé a la altura del Love love, vi como Stephane les mostraba a los prefectos el pedazo de timón que colgaba.

 

Mi hermano viene para Colonia cada año para la misma época, con sus amigos en la regata que organiza mi club. La última vez vino de visita y me contó que habían quedado octavos en la general, segundos en la serie. Después de un silencio incómodo me dijo que cuando cruzaron la línea de llegada y sonó la bocina y dejaron la baliza Santa Rita por el través, mientras sus amigos se ocupaban de prender el motor, arriar velas y adujar escotas, él se quedó sentado en la borda. Ahí nomás, amarrado al borneo hay un Jeanneau francés de veintidós pies llamado Love love. Está verde de hongos y la carpa tiene varias rajaduras. El pedazo de timón tiene unas marcas, cómo si alguien lo hubiera intentado reparar. Y claro, le digo, Stephane deber haber hecho un último esfuerzo por lograrlo. Después de otro silencio le cuento que ahora escuchar un sicus me causa tristeza, aunque esté tocando el carnavalito. Le digo también que a veces imagino la cabeza rubia de Stephane corriendo slaloms gigantes en la nieve, o alguna otra prueba para esquiadores compulsivos en Suiza. Mi hermano me cambia de tema y me dice que falta menos, que le cuente algo de mí. Quiere entretenerme. Le digo que hace un mes me cambiaron de celda, y en la nueva, por alguna razón misteriosa a veces levanto la vista y pienso que encima, en vez de cielorraso, tengo un spinnaker con los colores de Francia. Por supuesto, me equivoco. La realidad descascarada se impone.

lunes, 19 de mayo de 2025

Aurora

 Una chica menuda sentada en posición de loto que tenía un pelo finito que acompañaba la forma de su cabeza y unos mechones que le llegaban al cuello se inclinó sobre su almohadón y le preguntó a Dolores si era nuestra primera vez. Yo le sonreí, Dolly le sonrío, asentimos los dos como tontos, pero enseguida me sentí raro. Una vez que la chica tuvo nuestra respuesta ya le estaba preguntando a otra pareja si también era su primera vez. La chica se acomodó los mechones atrás de la oreja. Yo pensé que sería una especie de ayudante de la partera, alguien que tomaba asistencia, una especie de preceptor, sentada en posición de loto con su pollera blanca, haciendo como si uno después de responderle fuera transparente, como si lo único que le importara fueran las nuevas respuestas entre los asistentes que estaban desparramados por todos lados. 

Estábamos en esa casa en Maschwitz gracias a una amiga de Dolly que había tenido dos hijos en la bañadera y le había contado a mi mujer las maravillas del parto en casa. En casa tenemos una bañadera diminuta y el Sanatorio de la Maternidad Suizo Argentina a mis hermanas les resultó una maravilla, incluso las habitaciones tienen un living para recibir visitas, pero todo eso a Dolly no parecía importarle demasiado. Mi mujer suele decir que ella decide escuchando su música interior, pero lo cierto es que fuimos a Maschwitz también gracias a la brutalidad del obstetra que en la última consulta había dicho que nuestra hija nacería en San Isidro, ya que él a Pilar iba solo los viernes. Para rematarla, cuando Dolores lo miró cargada de preguntas, se ocupó de aclarar que desde nuestra casa al sanatorio La Trinidad no había más de media hora, a ciento sesenta por la autopista.

Esto sucedió cerca del sexto mes de embarazo, cuando ya sabíamos que sería una nena y el nombre de nuestra primogénita todavía iba y venía entre Aurora y María, cuando a Dolores le había crecido un montón la panza y ya mirábamos el carrito y la ropa de bebé amontonada pensando que faltaba algo que rellenara todo aquello. La cuestión es que nuestro auto no llegaba a ciento sesenta ni con viento a favor y se lo dijimos al obstetra de la santísima Trinidad. Entonces él dijo que era cuestión de agendar el día y programar una cesárea. Yo sabía lo que pensaba Dolly del tema, y lo que nos proponía el obstetra era un buen argumento para cambiar por uno más sensato o que pudiera mirarme de frente a los ojos, en vez de hablar con Dolores y tratarme como si fuera su bolso. Pero mi mujer fue más allá y lo tomó como el destino golpeando a nuestra puerta, o como esa famosa musiquita que le dice lo que tiene que hacer y así fue que caímos en esa casa en Maschwitz con ventanas raras y vidrios de colores, con jardín profuso y donde la gente se sentaba en el piso, la gran mayoría en posición de loto y donde había por todos lados embarazadas con vestidos floridos que yacían recostadas sobre almohadones. Un grupo de hombres barbudos custodiaba a los niños y en una mesita ratona habían puesto una tetera con algo que bien podía ser té. La casa era fresca y la gran mayoría seguía adentro con el abrigo puesto. Había unos platos con nueces y los bocaditos tenían semillas incrustadas. Una chica alta con pancita pequeña sacó de una bolsa una tarta que dijo que era de zanahorias. La anfitriona era partera, tenía un pelo enrulado sujeto con una vincha y hablaba con voz dulce y suave. Así reunidos nos miramos los unos a los otros, se suponía que teníamos que presentarnos y contar nuestras experiencias. Las ventanas estaban abiertas de par en par, no tenían mosquitero. Yo me agarré una porción grande de tarta de zanahoria.

La partera le indicó que empezara a la preceptora:

Yo me llamo Inés, él es Agustín, y estamos recién mudados al campo— dijo señalando a un pelado con barba negra y larga que estaba apoyado contra un mueble rústico de madera. Yo sentí una corriente de aire y reprimí mis ganas de cerrar las ventanas y preguntar si podían prender una estufa.

Tienen una chacra hermosísima en Luján —interrumpió la partera— contanos por favor un poco del proyecto que es súper interesante

Bueno, yo soy profe de yoga, Agustín trabajaba en una empresa grande pero ahora que tenemos tierra pensamos hacer huerta orgánica.

Así que ya saben chicas, ya tenemos donde comprar las verduras— dijo la partera.

Bueno, todavía no, recién estamos empezando, ya se van a enterar, pero bueno, estamos embarazados de cuatro meses y queríamos conocer más del parto en casa.

Así que la preceptora no era preceptora, era otra embarazada a la que no se le notaba la panza y que pronto sería nuestra proveedora de brócoli y kale. La partera se llamaba Miriam y se acercó a Inés para poner el oído contra el ombligo y luego hacerle unas caricias circulares. Le preguntó si ya sabían si iba a ser nene o nena, y si tenían nombre, lo que consiguió un gesto incómodo del barbudo Agustín y una negativa de su mujer. A esa altura de la reunión yo tenía algo en claro, no hacía falta que el hombre hablara, solo había que poner cara de comprensivo y en lo posible tener barba y calzar alpargatas. Entonces le tocó presentarse a una señora que podría tener entre treinta y cincuenta años, de pelo oscuro y suelto, con grietas en la cara y postura guerrera, cuyo hombre podía ser cualquiera de los que estaban del otro lado supervisando a los niños que corrían entre los muebles.

Me llamo Leila y este es mi tercer embarazo. —dijo frotando la palma de la mano contra donde crecía la panza—La primera hoy no vino, se llama Paloma, nació en un parto horrible en un hospital, ya tiene trece y salió con sus amigas. Con Lorenzo — dijo señalando un nene con un camión de bomberos en la mano— a pesar del miedo quería probar, tener mi bebe en casa, quería vivir esa experiencia, tener el parto que con Paloma me robaron. 

Con Paloma a Leila le hicieron la maniobra de Kristeller— interrumpió Miriam— algo que después si quieren detallamos bien, pero que en muchos países de Europa está prohibido y acá todavía la practican algunos médicos para hacer el parto más rápido.

Sí, para irse a ver el partido— dijo Leila con una mueca— Pero en cambio con Lorenzo todo fue amor, me metí en la pelopincho que habíamos armado en el living llena de agua caliente, grité, lo sentí bajar como un aro de fuego, el aro de fuego de que tanto me habían hablado, Miriam y Laura me hablaban en el oído, me daban fuerza, me tranquilizaban y así seguí gritando, pujé, el papá recibió a Lorenzo iluminado por las velas, esperó que saliera la placenta y después me lo alcanzó. Yo estaba feliz, borracha de oxitocina. El papá de Lorenzo puso Vilca.  Nos abrigamos y nos metimos todos juntos en la cama. Mi hija Paloma estaba sorprendida, preguntaba si la placenta era la casita del bebé. 

Yo me pregunté qué carajos sería Vilca, aunque parecía un tipo de música. Dolores me agarró la rodilla. Tenía la mano caliente y los cachetes rojos. Se había emocionado con la historia de Leila. A mí, de naturaleza escéptica y familia científica, me parecía estar viendo en vivo una emisión de “Aunque usted no lo crea”, el programa de Ripley, donde contaban las curiosas costumbres de la gente que vive en confines alejados del planeta tierra.

¿Es verdad que se comen la placenta? — preguntó uno de los barbudos, el de camisa leñadora.

No siempre—dijo Miriam— Hay gente que come un pedacito batido con jugo de frutas. La placenta tiene vitaminas, la K sobre todo, y hormonas. Pero es algo totalmente voluntario, nadie obliga a nadie a comer lo que no quiere.

Nosotros la enterramos en una maceta—dijo Leila— la tuvimos en el freezer un tiempo, me daba impresión comerla, así que la enterramos y en la misma maceta plantamos un jazmín del país.

Todos imaginamos un jazmín del país. Miriam se puso seria, la conversación había derivado en temas que no le convenían. La mayoría estábamos ahí para decidir qué tipo de parto tendríamos. Las opciones según la dueña de casa eran: entregados al protocolo hospitalario donde los médicos hacían y deshacían a su antojo, o dueños de nuestro destino. Qué ser dueños de nuestro destino se aproximara a comer placenta como si fuéramos perros no ayudaba demasiado. La imagen de un freezer con placenta entre las milanesas tampoco. Entonces Miriam le pidió que se presentara a Dolly. Mi mujer dijo:

Me llamo Dolores. Estoy de cinco meses y vivimos cerca de Luján, en Exaltación de la Cruz.

Todos sonrieron. Nos miraron y Dolly dijo:

Ahh, y él es el Flavio, el papá.

Todos sonrieron de nuevo. Yo agarré otro pedazo de tarta de zanahoria. Dolores dijo:

Vivimos en una casa con parque, no en una chacra.

Yo pensé que no hacía falta aclarar eso y que tampoco teníamos por qué aclarar porque no llevábamos vestidos floridos ni alpargatas ni barba. Éramos personas normales que se vestían como personas normales. Yo tenía jeans y zapatos, Dolly unos pantalones de corderoy verde oscuros y una sonrisa nerviosa. Los demás nos miraban como esperando algo que yo no tenía ni idea de que era. Dolores dijo:

Cuando tengan verdura orgánica podemos comprar.

Yo miré al piso de mosaicos grises con mosaiquitos intercalados con dibujos simétricos. Escuché un par de estornudos del sector de barbudos. Podemos también comprar semillitas, pensé, y tartas de zanahoria, y kale, y alpargatas con yute. Después volvió a mi cabeza la imagen de Shunka, la perra marrón de mi abuela comiendo la placenta de sus cachorros. Escuché la voz de Miriam que se acercaba, supe que le estaba tocando la panza a Dolores. Escuché que le preguntaban por el nombre de la beba y que mi mujer decía Aurora. El nombre que yo no quería, Aurora, como la vaca.

Miriam le dijo a Dolly que Aurora le parecía un nombre hermoso, que su abuela se llamaba así y le habló al ombligo diciendo Aurooo, auroo. Después le pidió que se presentara a una chica tímida que habló frases intercaladas con su pareja que no tenía barba pero sí trencita rastafari. Contaron que querían tener una doula (yo no sabía que era una doula), y que tenían miedo de que los vecinos llamaran a la policía por los gritos, lo que me nunca se me había ocurrido, pero claro, era algo a tener en cuenta. También tenían sus dudas de qué podía pasar si el embarazo pasaba de la semana cuarenta y los hospitales se negaban a recibirlos. Miriam los escuchó y luego siguió una larga conversación sobre las semanas de gestación, la fecha probable de parto, la conveniencia de los médicos en acelerar y programar, los tiempos naturales y lo que opinaría de esto la madre tierra. Después hablaron las demás embarazadas y no dijeron nada especial, salvo que esperaban tener partos maravillosos.

En un momento nos quedamos solos en el living con Inés, la mayoría estaba en grupitos por el jardín o charlando en la cocina con Miriam que había puesto una pava en el fuego. Yo pensé que era un buen momento para irnos. Lorenzo entró al living con su camión de bomberos y desparramó el contenido de los platos. La tetera volcó su contenido sobre la pierna de Inés que dijo la puta madre. Menos mal que ya estaba tibio, agregó. Busqué a la madre de Lorenzo, pero no estaba por ningún lado. Entonces Inés se levantó y miró como tenía su pollera blanca manchada y el té no era marrón, era verde. Entonces mientras daba unos pasos a la cocina y llamaba a Miriam se sacó la pollera y se quedó en bombacha, una bombacha sencilla y negra, con una puntilla en la cintura. Inés le dio la pollera a Miriam que salió por una puerta, volvió a su almohadón y, desinhibida, como si Dolores y yo la conociéramos de toda la vida, nos dedicó una sonrisa. Yo miraba de manera insistente por la ventana y Dolores rompió el hielo, le preguntó si cultivaban kale, le dijo que le habían hablado maravillas de esa planta. Yo pensé que no podía ser que mi mujer no lo recordara: Todavía no habían empezado con la huerta, pero lo que más me molestaba era iniciar una conversación con ella en bombacha, en posición de loto, y con el pie descalzo asomando por debajo de la pierna. Inés dijo:

Yo siempre quise dar clases de yoga en Kundalini. cuando le dieron la plata de la indemnización a mi marido compró el campo y yo quise mudarme y dar clases de yoga, pero no se pudo.

Y a qué viene esta historia pensé mientras miraba a Dolly que ya tenía los labios apretados, un gesto agrio que era como el barómetro al tiempo y anunciaba tormenta. ¿Qué le estaría diciendo su musiquita interior?, ¿Qué pensaría del tema de la bombacha? Ella había preguntado por el Kale, no por Kundalini. Pensé que podría recordárselo.

Nos recomendaron unos caseros— dijo Inés abriendo mucho los ojos y la boca, juntando las manos como en un rezo. 

Yo pensé que ya llevábamos en Maschwitz tres horas y como eso siguiera así íbamos a terminar pariendo allá. Entró Agustín, dio una vuelta a nuestro alrededor y agarró dos nueces, Inés estiró un poco la remera que tapó la bombacha y dijo:

Caseros sin hijos, nos recomendaron eso, buscamos un montón hasta que encontramos a los Giménez, a mí me parecieron buena gente, él estuvo de acuerdo— dijo señalando a Agustín que salió al jardín sin prestarle atención.

¿Los Giménez?, que carajos tenían que ver los Giménez con una reunión de partos. Pero, Dolores no se levantaba para irnos. Miriam asomó sus rulos y su vincha por la puerta y nos vio tan contentos charlando que se volvió para la cocina. Supuse que en algún momento volvería con la pollera limpia y seca. Inés dijo:

Joaquín, el vecino de al lado fue el que nos recomendó a los Giménez. Joaquín tiene cultivo, tiene chiquero, tiene vacas. Yo tenía pensado pedirle que mudara el chiquero a otra parte de su campo, lo tiene justo al lado de la cortina de eucaliptus. A él no le costaba nada, y el olor, puff— dijo Inés y se abanicó la nariz— Cuando nos recomendó a los Giménez yo estaba agradecida, pero ahora Joaquín fumiga con avión y nos cae veneno de nuestro lado. Por eso no podemos hacer huerta orgánica. Yo fui a hablarle y ni me contestó, se subió al tractor. Entonces Agustín, para que yo no me preocupara, pensó en las colmenas, en producir miel. Pero ya tenemos un montón, y Agustín ni siquiera vende la miel, está deprimido, justo ahora, cuando el bebé... Yo pensé en empezar las clases de yoga pero en la casa no hay lugar. Se me ocurrió usar la casa de los caseros, ahora que nos mudamos ya no necesitamos caseros. Ahí tenemos espacio, habría que hacer unos arreglos. Pero cerca de Navidad de ese lado se empezaron a escuchar los gritos de los chanchos de Joaquín. Era increíble como gritaban los chanchos. Fui a verlo y estaba con la cuchilla en la mano. La mujer estaba al lado con una olla enorme hirviendo. Colgaban los lechones pelados de un poste alto. Me volví sin decirle nada. Yo no puedo dar clases de yoga con los gritos de los chanchos de fondo.

Nos interrumpió la chica alta que había llevado la tarta de zanahoria. Se acercó para agarrar unas galletitas y cuando vio que Inés estaba en bombacha abrió mucho los ojos, pegó media vuelta y con pasos largos salió por la puerta que daba al jardín. Yo le ofrecí a Inés del plato donde quedaban tres de las que tenían semillas. Mientras ella dudaba miré a los ojos a Dolores, luego por la ventana el jardín, una enredadera abrazada a un poste de madera, un farol estilo antiguo con una bombita amarilla. No gracias, dijo Inés y yo apoyé el plato en la mesita. Ella siguió contando:

En nochebuena vino a casa una prima de Agustín que es arquitecta. Me convenció de que lo de los chanchos no era siempre y con la excusa de llevarles unos pandulces cruzamos y fuimos a visitar a los Giménez. Yo quería tener una opinión de la remodelación. Habían puesto una guirnalda en la puerta, entramos al comedor. En la mesa había un nene, un pibito de cuatro, cinco años. Y me di cuenta de que era el hijo. Tenía la misma nariz del padre y la forma de la cara redonda de la madre. Yo no lo podía creer. Los Giménez tenían un hijo, lo habían tenido escondido todo ese tiempo. Y yo sabía que si tenían un hijo era más difícil echarlos, por eso uno busca caseros sin hijos, y no puedo dar clases de yoga con los Giménez ahí.

Me levanté para ir al baño. Cuando volví Inés había recuperado la pollera y estaba saliendo al jardín. Me acerqué a Dolores que parecía pensativa. Le dije:

Dolly vámonos.

Mi mujer me miró y se levantó. Me dijo que quería decirle algo a Miriam y para eso tuvimos que esperar un rato que se liberara de todas las embarazadas que la rodeaban. El tiempo pasaba y le dije a Dolores en el oído:

Dolly, vámonos.

Mi mujer ni me miró. Miriam estaba dispuesta a escucharla y para hablar más tranquilas pasaron a un cuartito donde había una balanza y una cama. Yo me quedé en la puerta. Al final, Dolly salió y nos fuimos. En el auto casi no hablamos.

Pasaron las semanas. La panza de Dolly creció y visitamos otro obstetra en Escobar. Hicimos una ecografía y salió todo bien, recontra confirmamos que era una niña, María o Aurora. Pero extrañamente ya no discutíamos por el nombre. Mi madre y mi suegra tenían opinión para todo, hasta si los escarpines tenían que ser de lana merino o mezcla con acrílico. Pero las dejábamos hablar y entre nosotros dos reinaba la armonía. Estábamos preparando el nido, o al menos yo pensaba eso. Para mí el tema estaba claro. No habría más reuniones de parturientas, iríamos a un hospital, a un sanatorio o a una clínica, como lo hacía la gente normal. Si era la Suizo Argentina o la Trinidad a mí no me importaba. Pensaba que era normal que lo decidiera ella, en donde se sintiera más cómoda. 

Entrando en el octavo mes fue que volví a casa y Dolores no estaba. Había olor a tarta recién horneada y un cartelito sobre la mesa redonda. No te comas la tarta, enseguida volvemos. ¿Volvemos?, ¿Dolly y quién más?, pensé. Imaginé a mi suegra. No sé por qué imaginé a mi suegra. Pero al rato escuché que se abría la tranquera y un auto que entraba. Escuché voces femeninas. Dolores abrió la puerta sin parar de hablar. Una de ellas era Miriam con sus rulos en forma de aureola sobre su cabeza, a la otra no la conocía y traía en brazos una caja enorme. Dolores me dio un beso feliz y le dijo a la tercera mujer, una señora petisa, morruda y de pelo corto. 

Laura, él es el papá de Aurora. Miriam ya lo conoce.

Nos saludamos con Laura, Miriam me dio un beso con ruido. Las tres se fueron al living y abrieron la caja en el piso. Dolly reía a carcajadas. Y ahí me di cuenta de que mi hija nacería en esa pelopincho y su madre usaría vestido florido.


domingo, 11 de mayo de 2025

Roco, Pichi, Protón

Habían pasado tres años, por eso cuando llamé al teléfono para pedir la lancha y alguien me atendió enseguida y reconocí la voz nasal de la gorda me sorprendió. Tantas cosas habían pasado y ahí estaba todavía ella yendo y viniendo con su lancha. En diez minutos estoy, señora, me dijo. Y aunque los diez minutos fueran veinte o treinta yo no tenía nada que hacer excepto esperar. Caminé hasta la explanada frente al Mc Donalds y dejé las bolsas en el piso. Me acomodé la cartera al hombro, me puse la bufanda hasta la nariz y con la caja con la torta entre las manos me apoyé en la baranda de hierro para mirar el agua sucia esperando que apareciera, entre lanchas colectivas y basura flotando, la gorda en su lancha con el pelo amarillo al viento.


El delta en invierno no tiene nada que ver con el de primavera y verano. Incluso en otoño tiene su encanto, con el amarillo de los álamos y el color cobrizo de los cipreses calvos. Pero en invierno el río produce una bruma que moja todo y donde nada reluce. No hay turistas, los gigantescos catamaranes quedan amarrados vacíos, lo mismo la mayoría de las lanchas colectivas. Resulta difícil encontrar un remero y cuando pasa una lancha no se ve ni quien va dentro ya que van cerradas con feas capotas de plástico. Y a mí me hubiera gustado pensar a mi nieta como a un sol que conseguía transformar esa tristeza invernal en un mundo de colores, pero ni siquiera podía imaginarla. Tres años en una niña es mucho tiempo.


Una lancha blanca amarró bajo la escalera de hormigón y al volante, bajo una campera roja, reconocí a la gorda. El pelo ya no era amarillo, ahora tenía una tintura cobriza que ya decoloraba y mostraba unos cuantos centímetros de canas contra su cuero cabelludo. Me ayudó a subir con la torta y mis bolsas y le expliqué adónde iba. Me dijo que conocía a la casa, recordaba a mi hijo. Cruzamos el río Luján y entramos en un arroyo orillado por árboles pelados y costas vestidas de barro. El motor era un ronroneo, pero no podía relajarme ni un poquito. Entonces me ocupé de acomodarme la bufanda y el gorro de lana. No había terminado de arreglarme la ropa cuando la lancha frenó en un muelle donde había cuatro botes amarrados. Miré para arriba y escuché la voz de Flavio:


¡Bienvenida, abuela!


A pesar de mis temores mi hijo me dio una excelente impresión. Lo encontré curtido, con una camisa leñadora, gorro de lana y un pullover azul marino. Cuando llegué arriba de la escalera me encontré frente a frente con Aurora, mi nieta, que a los nueve años ya era una niña islera. Tenía puestas unas botas amarillas y un sweater tejido a mano con rombos turquesas y violetas. Le di la bolsa con los regalos, y mientras ella los abría ahí mismo en el muelle, yo acompañé a mi hijo hasta su casa. Entramos y Dolores, mi nuera, me saludó con un beso apagado y volvió a la mesa, donde tenía una masa extendida, para continuar recortando lo que me parecieron scones que ponía en una fuente redonda. Me quedé ahí mirando como trabajaba sin saber bien que hacer. Movía las manos con destreza. Tenía un vestido con flores gastado en los codos y el pelo en un rodete con un broche de plástico verde. Después le di a Flavio la torta para que la guardara en la heladera y me ofrecí a ayudar en lo que fuera, pero mi hijo me dijo que no necesitaban ayuda para nada. Entonces les dije que me volvía con Aurora.


Encontré a mi nieta en el camino de lajas que llevaba del muelle a la casa. De todos los regalos, de la montaña de regalos atrasados que le llevaba, lo que más le había gustado era un caballo de madera articulado y lo traía en la mano. La camisa Burberry que había conseguido mi amiga Meggy en Londres, el vestido Chloe, las dos remeras de Grisino y el reloj de acero Swatch, los había vuelto a meter en la bolsa. Entonces le dije:


Cariño, tenés que probarte la ropa.

Si abu, después.

Vamos ahora, te acompaño.

No abu. Ahora no. Mamá dijo que me quede abajo hasta que ella llame.

Pero quiero estar segura de que te va bien. ¿Te gustó el vestido?

Si abu, después me lo pruebo.

¿Te gusta ese color? Me pareció justo para tu pelo.

Si abu.

Ay Dolores, pensé, que nombre tan certero. Tres años sin visitar a mi nieta, y en cuanto llegaba me encontraba un territorio hostil y lleno de advertencias. Le puse a Aurora la mano en el hombro y le dije:


Cariño, ¿me mostrás el jardín?

Abu, ¿Qué querés que te muestre del jardín?

Las plantas, los árboles, ¿sabes los nombres?

Algunos abu.

Bueno, además quiero pasear con mi nieta preferida.


Aurora se ruborizó, no se esperaba el piropo. Sonreía pero mantenía una distancia, como si la madre la hubiera prevenido sobre algo muy peligroso. 

Aurora, ¿por qué tienen tantos botes?

¿Cuáles botes?

Todos esos que están en el muelle, el amarillo, el verde, el negro, el marrón.

No abu, no son todos nuestros. El amarillo y el marrón son del vecino que no tiene muelle y los estaciona acá. El negro es nuestro pero está roto.

Ahá. ¿Y las maderas esas en el camino?

También son del vecino que está construyendo.

¿Cómo se llama el vecino?

Ese de al lado, Roberto, el del otro lado José Luis, y el de enfrente Chopo.

¿Chopo?, ¿ese es el nombre?

Si abu.

No creo, pero no importa. ¿Qué está construyendo Roberto?

Su casa.

¿Y por qué deja las maderas en tu jardín?

Porque no tiene muelle, las trae en el bote y las deja ahí hasta que se las lleva.

¿Y no ve que debajo de donde pone las maderas hay plantas?

¿Qué plantas?

Las hortensias.

Y para  mostrarle levanté una tabla unos centímetros. Aparte de lombrices y bichos bolitas se veía el tallo mustio de una planta y unas hojas amarillentas.

No sé abu. Por ahí no se dio cuenta.

Ahá. ¿Y Protón?

¿Protón?

El Rhodesian que te regalamos con el abuelo cuando nos mudamos al departamento.

¿El Rhodesian?

El perro marrón con las orejas caídas.

Ah, Roco.

¿Le pusiste Roco?

A mamá no le gustaba el nombre que tenía..

¿Y dónde está Roco?

Enfrente, se mudó.

¿Cómo que se mudó?

Papá dice que Roco es un macho alfa, un líder.

¿Roco?

Si, Roco, y el Chopo  tiene muchos perros, así que Roco siempre cruzaba el arroyo nadando para ir con ellos, ahora es el líder y se quedó allá.

¿Se quedó allá?

Sí.

¿Tu vecino, Chopo, le da de comer?

Seguro abu, sino volvería.

¿Y escuchas como lo llama? Roco, Roco, Roco.

No, le cambió el nombre, le puso Pichi.

Y no te gustaría que Protón, digo Roco volviera.

Si abu, pero no se puede. Papá dice que es un macho alfa.


Entonces llegamos al pié de la escalera de la casa, Aurora subió y desapareció por la puerta. Yo di dos vueltas enteras al terreno. Vi un limonero lleno de pulgón, vi dos rosales sin podar y que se habían ido en vicio, vi un montón de ligustros creciendo en un lugar donde ya nadie cortaba más el pasto. Entre los yuyos encontré un lugar protegido con un nylon, con unas plantas que crecían lindas en macetas. Me tranquilizó saber que había algo, en ese lugar, que alguien cuidaba. Más allá encontré una hilera de casuarinas que me dieron frío. Volví hacia el camino de lajas. Cuando  Aurora apareció por la puerta de la casa esperé que bajara la escalera y dejara la jarra que llevaba en una mesa. Le dije:


Auro, ¿sabés cómo se llaman las plantas que están allá al fondo, en macetas?

¿cuáles?

Las que tienen un nylon de techo.

Ah no sé, son de papá.

Auro, quiero ir a hablar con Chopo ¿Me acompañas a cruzar con un bote?

Abu, ¿vos querés ir a hablar con Chopo?

Sí, debe estar, se escucha música de su casa.

Sí está, está la lancha grande en su muelle.

Perfecto.

¿Pero qué querés hablar Abu?

Quiero ver si nos devuelve a Protón.

¿a Protón?

A Roco, digo.

Pero papá dice que es un…

Ya sé lo que dice tu padre, pero por ahí se equivoca.


Aurora pidió permiso para llevarme a dar una vuelta por el arroyo y salimos en el bote verde. Mi nieta me mostró sus habilidades marineras y con un empujón y dos golpes de remo estuvimos en el medio del arroyo. Mientras ella remaba pude encontrar en su gesto concentrado la mirada del abuelo, la nariz pequeña de la madre y los ojos oscuros con pestañas largas como las mías. Hicimos doscientos metros hasta un recodo donde el arroyo se estrechaba y el bote apenas pasaba entre las ramas. A la vuelta Aurora atracó en el muelle del Chopo junto a la lancha grande. Me puse de pié en el bote y me puse a aplaudir. Después bajé a la lancha grande, de la lancha a la escalera, de ahí al muelle y al frente de la casa. Sobre el terreno había pilas de fierros apilados y dos barcos llenos de agujeros y plantas creciéndoles encima. Arriba de todo eso unos árboles enormes erguían sus ramas peladas al cielo. La música salía por la ventana abierta de una de las piezas, era una música muy repetitiva y estaba fuerte. Aplaudí de nuevo, Aurora me miraba desde el bote. Seguí aplaudiendo y nada. Entonces subí la escalera de la casa y golpeé la puerta. Cuando ya estaba decidida a entrar, la puerta se movió y apareció un tipo en cuero con la panza hinchada y pantalones de fajina. Tenía brazos cortos, una cinta roja como pulsera y una cabeza grande apoyada en los hombros, como si no tuviera cuello. Atrás había una especie de comedor con pintura descascarada y telas de colores colgadas.

Mucho gusto—le dije—  soy la abuela de Aurora, la vecina de enfrente, ¿puedo hablarle de algo?, ¿tiene un minuto?

Chopo no contestó, miró mis zapatos y después fue subiendo con descaro hasta mirarme a la cara. 

Soy Mercedes, la abuela de Aurora, mucho gusto— le dije y le extendí la mano. Chopo miró mi mano y no hizo ningún ademán de responder mi saludo. Yo seguí diciendo— vengo para que le devuelva a mi nieta su perro Roco.

Chopo miró para adentro, como si evaluara cerrarme la puerta en la cara, pero no lo hizo.

Señor Chopo, ¿me pude decir donde está Roco?

Entonces escuché que Aurora me llamaba desde el bote. Mi nieta quería volver a su casa. Yo le pregunté desde la puerta del Chopo:

¿Vos sabés donde está Protón?

Vamos abu.

Pero, ¿vos sabes dónde tiene este señor a tu perro?

No abu, volvamos. 

A la tarde mi nuera, Dolores, bajó la escalera con la torta con diez velitas encendidas. Con el viento se apagaron todas. Entonces en la mesa me puse del lado que venía el viento, le pedí los fósforos pero Dolores se empecinó en que tenía que hacerlo ella. Yo era la única invitada, del cumple de Aurora había pasado más de un mes, pero como yo había llevado una torta Marquise les pareció que Aurora tenía que soplar las velitas. Flavio ayudó a hacer una barrera contra el viento y cuando mi nieta terminó de pedir sus deseos y estaba por soplar, se escucharon unos ladridos. Aurora apagó las velas, aplaudimos, le di un beso en la frente, y entonces vi a Protón ladrando desde el muelle de enfrente. Le ladraba a una lancha que pasaba.


Dejé a Dolores cortando la torta y me acerqué al muelle. Llamé a Protón por su nombre y me miró con atención. Entonces bajé la escalera y fui pasando de bote en bote. Cuando estuve en el bote verde, el más cercano a la orilla de enfrente, llamé en voz baja:

Protón, come here.

Y Protón me reconoció, porque agachó la cabeza y movió la cola. Le repetí:

Protón, come here.

Esperaba que el que había sido mi perro se lanzara al arroyo y cruzara a nado. Pero lo único que hizo fue mirarme y mover la cola. Entonces se me ocurrió decirle las palabras que solían volverlo loco.

Protón, the biscuit.

Pero Protón inclinó más todavía la cabeza y se acostó sobre el muelle. Habían pasado muchos años. Que mareo debe tener el pobre perro, pensé, hasta tres nombres tiene. La palabra biscuit había quedado extraviada en algún lado en su periplo. Pero yo no me iba a dar por vencida. El bote negro no andaba. Así que podía sacar de él una soga sin causar problemas. Con ella podía hacer un lazo y atrapar a Protón. Así que me subí al bote negro y estuve un rato luchando con una soga que tenía en la proa porque tenía dos nudos imposibles. Pero ya lo estaba consiguiendo. Entonces llegó Flavio al muelle. Con una rodilla en el banco de madera y las manos apoyadas en la baranda miró para abajo y me dijo:

¿Qué estás haciendo mami?

Nada.

Que nada ni que nada, mami, ¿Qué pensás hacer con esa soga?

Nada.

Mami, me contó Aurora que fueron enfrente. ¿Qué estás buscando?

Nada.

Dolores tiene razón, estás más loca que una cabra.


Entonces toda mi serenidad se fue al agua. Dejé la soga, pasé de bote a bote y me tropecé, me golpeé la pierna, arriba del tobillo. Y así, renga, subí la escalera. Encaré para la casa pero mi hijo se puso en el medio. Lo traté de correr, pero no pude. Le traté de pegar con la bufanda.  Vi que mi nuera agarraba a Aurora y se la llevaba por la escalera para adentro. Vi como mi hijo se sacaba el gorro de lana y lo agarraba con fuerza en la mano. Un gesto amenazante, quizás. Pero sin el gorro se le veía la pelada, le vi de muy cerca los pocos pelos que le crecían sobre las orejas. Pero Flavio no se corría del camino y entonces le pedí que llamara a la lancha, que me iba. Pero ninguno de los dos tenía el teléfono encima. Entonces desde ahí, sin dejarme pasar, mi hijo le pidió a mi nuera que llamara a la lancha. Y estuvimos un rato hasta que le dije a Flavio que me iba a sentar al muelle. Mi hijo me alcanzó la cartera y se volvió para la casa, se quedó parado en la escalera. Yo miraba fijo el agua, no quería ni mirar para la casa. Me vino una imagen de cuando Flavio iba al colegio, con los pelos rebeldes con el remolino que se le armaba, con sus zapatillas Marathón azules, y traía las cosas que hacían en el taller, el perchero, el apoyaplanchas. Tenía tanta facilidad para hacer maravillas que yo estaba segura que le iba a ir bien. Estaba muy segura. Pero en algún momento las expectativas dejaron de estar ahí. Los años, Dolores, la realidad. La realidad con forma de tablón aplastando una plantita amarilla.


Al rato llegó la gorda con su campera roja. En la proa, sentada, iba una chica. Pensé que sería su hija. Subí a la lancha sin mostrar el dolor que sentía en la pierna. Nos separamos del muelle. Desde la escalera, mi hijo saludó con la mano. Yo no le respondí. 


La gorda manejaba despacio. Por la orilla de enfrente nos corrieron diez perros de todo tipo y tamaño. Yo miraba como nos ladraban y al frente de todos ellos iba Protón. Doblamos en un arroyo más grande, los perros dejaron de perseguirnos y los ladridos quedaron pronto tapados por el ruido del motor. Entonces me dio el sol de la tarde en la cara. Me apoyé contra el borde de la lancha y cerré los ojos, escuché contra el fondo el golpeteo rítmico del agua bajo el plástico. Imaginé a la gorda moviendo su volantito, atrás el motor y en la punta de la lancha la chica, la hija, con sus anteojos enormes y la mirada en el horizonte. Seguí imaginando y para imaginar mejor me tapé la nariz con la bufanda, me ajusté el gorro en las orejas y mi pensamiento se detuvo en la sombra de los troncos pelados, la sombra escueta y taciturna pero aun así suficiente para quitarle fuerzas al escuálido sol de agosto. Pensé que en cambio, donde estaban las casuarinas el frío se sentía como cuchillo. Entonces la gorda se sentó a un lado y le cedió el volante de la lancha a la chica. El motor volvió a sonar más fuerte. La sombra de los troncos me pareció amable al fin, una sombra bajo la cual se podía crecer. Pensé en olvidar esa casa con hortensias aplastadas y pedirle algún día a Aurora que me llevara con su lancha a lugares inexplorados, que me mostrara su mundo maravilloso. Pero para eso faltaban años. Tendría que esperar. Pero tres años habían pasado en un suspiro. Y abrí los ojos. Y el sol de agosto me entibio la frente.


martes, 6 de mayo de 2025

Algunas cosas inútiles

En Martínez sobre la avenida, en un negocio chiquito donde vendían las mejores tartas de atún de toda la zona norte reconocí a Perrota, mi profesor de taller de segundo año. Él estaba un poco más adelante con su saco de lana, camisa a cuadros abrochada hasta el último botón y una bufanda negra colgando a ambos lados del cuello. Estaba igual, con los mismos anteojos, apenas un poco más canoso. No tengo grandes recuerdos de esos años en el colegio industrial. Un apoyaplanchas de hierro que ahora tiene mi madre, un perchero con forma de pentagrama con la clave de sol y cuatro notas que se desoldó y por eso mamá sacó del hall de entrada, un jarrito de hojalata que la última vez que lo vi mamá lo usaba, ya todo agujereado, para darle de comer a la perra, un martillo que le tengo reservado a mi hija Aurora, un tablero eléctrico al que mi hermano le sacó el portalámparas para arreglar una lámpara, un banquito de madera que se partió por la mitad cuando mi hermano se subió encima para arreglar esa lámpara, y, lo único a lo que nadie nunca le encontró utilidad, la plaqueta audiorítmica que hicimos en electrónica con Perrota.


Cursaba segundo año cuando un profesor de tornería convenció a los directivos de mejorar las instalaciones edilicias. En un colegio cuyo frente pertenecía al patrimonio histórico de la ciudad cualquier reforma era difícil. Hacer un microcine en planta alta, retirado dos metros del frente para que no afectara la fachada colonial, y contando solo con los recursos que brindaba el entusiasmo, sonaba descabellado y sin embargo, lo hicimos. Así lo digo, orgulloso, en primera persona del plural. Para conseguir fondos organizamos una peña y recorrimos las calles buscando el aporte de los comerciantes de la zona. Hicimos un programa en formato revista, donde en la hoja central estaban los artistas (casi todos alumnos o padres de alumnos) y el resto estaba destinado a propaganda. Recuerdo horas y horas en la sala de profesores dibujando los avisos con mis compañeros, intentando copiar con un estilógrafo Rotring las curvas de los logotipos de las tarjetas que nos habían dado. La relojería Testorelli puede agradecer mi esfuerzo y perseverancia con su T cursiva mayúscula. A las clases de taller de electrónica, las que daba Perrota, íbamos poco y nada.


Para Dolores, mi mujer, la escuela pública era exactamente eso: docentes que se hacían la rata, directivos que se ocupaban del edificio en vez ocuparse de los educandos que giraban como electrones libres en un ámbito sin contención ni estímulo ni nada. Ella fue a la Asunción de la Virgen, un colegio parroquial donde supervisados por una gran cruz se aprende el valor del esfuerzo. Yo le decía que en la escuela pública también se aprendía. Sin ir más lejos, ese cuatrimestre con Perrota además de ocuparnos de la peña hicimos la plaqueta audiorítmica y esta existía, guardada en algún lugar del garaje de mamá. Para la organización de la peña también habíamos trabajado y habíamos aprendido trabajando. Para iluminar el escenario los alumnos de electricidad fabricaron plafones con luces de colores y Perrota convocó a alumnos de sexto para hacer un audiorítmico de potencia que pudiera gestionarlos. El aparato que tenía un transformador y tres plaquetas, quedó en un cajón al costado de la consola hasta que en la prueba de sonido quedó claro no funcionaba. Perrota ya estaba comiendo un choripán en el patio y a todo ritmo un chico de quinto improvisó una caja con cuatro interruptores. A mí, que estaba ahí, me designaron como el audiorítmico humano. Cuando los alumnos de cuarto tocaron rock, yo estaba al costado del escenario, atrás de una columna de parlantes, con mis manos recorriendo a toda velocidad las teclas, buscando acertar con los tutti que resultaban difíciles de adivinar. En las baladas alterné las luces de colores cálidos buscando un efecto intimista. Con el grupo de folklore seguí al bombo, y en el recitado poético del profesor de hojalatería yo ya estaba harto así que le dejé todas las luces encendidas.


La peña fue un éxito, se juntó un montón de plata, y todos los que participamos nos quedamos con la sensación de pertenecer a una especie de armada invencible. Aprendimos que lo único que teníamos que hacer era juntarnos codo a codo con un objetivo común, los medios aparecerían, y los resultados también. Haríamos más peñas, festivales, revistas, bingos. Nuestro colegio industrial tenía un futuro brillante. Y cuando en los recreos yo miraba para arriba y veía la pared del microcine, me enorgullecía saber que muchos de esos ladrillos estaban allí gracias al esfuerzo de mis hombros. Los albañiles amuraron las ventanas que hicieron los alumnos de herrería. Un sábado los profesores pusieron las cabriadas del techo, y el sábado siguiente varios alumnos nos subimos a tensar alambres y poner las aislaciones. A Dolores todo esto le parecía una barbaridad. Alumnos corriendo riesgos, trabajando en altura, haciendo cualquier cosa en vez de estudiar. Y cuando me enojé y le dije que no era así, que yo había aprendido mucho más cargando ladrillos codo a codo con mis profesores que lo que nadie me hubiera podido enseñar desde un pizarrón, ella me miró y me dijo, ya lo sé, se nota.


En el concert de fin de año Aurora saltó a la soga durante seis minutos cuarenta (tengo el video), el tiempo que le llevó a su compañerita cantar una canción (en inglés). Otros compañeritos tuvieron menos suerte, como el que pasó los seis minutos cuarenta tirando para arriba y atajando una pelota, o el que estuvo arrodillado haciendo girar un trompo. Se suponía que eran niños jugando, pero yo no podía dejar de pensar en niños tristes interpretando consignas de adultos. La jerarquía estaba clarísima, y Aurora nunca iba a alcanzarle ladrillos a una profesora. Mi mujer, con la ayuda económica de mis suegros, se había ocupado de que la escuela pública fuera descartada. En primer lugar por incompatibilidad horaria, en segundo lugar por imprevisible, y en tercero porque la vida era una carrera donde convenía arrancar en cuanto dejabas los pañales.


En el negocio de Martínez me acerqué a Perrota y le toqué el hombro.

Buenas tardes—le dije

Buenas tardes— me respondió serio, como si detrás de los anteojos sus ojos chiquitos trataran de entender el motivo de mi impertinencia.

¿se acuerda de mí?

Me miró de arriba abajo, Claro, él no, pero yo si había cambiado mucho.

Flavio Pedemonte, del industrial de San Isidro— le dije.

No, perdone, no lo recuerdo. ¿Cómo me dijo?, ¿Pedemonte?

Si, de la promoción 93.

No, de las promociones nunca me acuerdo. ¿Lo tuve en electrónica?

Sí, hicimos la plaqueta audiorítmica.

Entonces Perrota pareció perder todo interés en mi charla. Se puso a mirar la heladera donde estaban las fuentes con las empanadas. Yo podría haberle recomendado las tartas de atún, pero todavía tenía algo que decirle. 


¿Le puedo hacer una pregunta profesor?

Claro, ¿cómo me dijo que era su apellido?

Pedemonte, Pedemonte.

¿Estaba en el mismo grupo que Kinternich?

No, ese grupo era un año mayor.

Ahh.

Le quería hacer esta pregunta. ¿No se podría hacer en el taller de electrónica algo más interesante que un audiorítmico?

¿Más interesante?

Algo más útil.

Perrota me miró como si estuviera harto de encontrarse con ex alumnos con sugerencias estrambóticas. Yo le dije:

No sé, pensaba. Ahora todos los equipos de música vienen con audiorítmicos digitales. 

No lo había pensado. ¿Todos?

Sí, casi todos.

Pero, eso de la utilidad para aprender... ¿usted necesitaba un apoya planchas de hierro?

No.

¿un perchero?

Entonces llamaron al número que tenía Perrota. Pidió empandas y yo esperé que terminaran de atenderlo pensando que nuestra charla seguiría. Pero cuando Perrota terminó de pagar, ya me estaban atendiendo a mí, así que vi como salía por la puerta dejando en el aire un movimiento de la mano, un probable saludo leve.


El domingo siguiente a  la hora de los postres, me fui derecho al rincón de los cachivaches de mamá, al fondo de su garaje. Aurora me siguió y yo le pedí que volviera con los abuelos. No quería a mi hija revolviendo conmigo donde había vidrios, pinturas, venenos, solventes. Pero Aurora no se movió. Miraba como yo abría y cerraba gavetas, como sacaba tarros con tuercas y tornillos para apoyarlos en el piso y luego devolverlos a la estantería. Levanté unas maderas y allí abajo, aplastada y acompañada de una pila de aserrín que parecía un nido de ratones, estaba mi plaqueta audiorítmica. Le pasé el dedo por los leds, descubriendo bajo el polvo su color rojo. Recordé cuando eso era solo un pedazo de plaqueta de cobre donde dibujamos con marcador indeleble el circuito  y lo sumergimos en una batea con ácido que se comió todo menos lo que estaba bajo el marcador (incluso parte del pantalón y del zapato de mi compañero Germán). Me acordé también de agujerear y soldar, primero los componentes más petisos, luego los otros, hasta finalmente los ocho leds ultrabrillantes rojos que iban a encenderse al ritmo de la música.


¿Qué es eso pa, qué es?—me preguntó Aurora.

Ya vas a ver, ya vas a ver—le dije. Me acerqué a mi hija y con la mano limpia le hice un remolino en el pelo.

Esa tarde cuando regresamos a casa, me metí en el lavadero seguido por Aurora que ya se sentía parte del asunto. Limpié la plaqueta con alcohol isopropílico, le conecté unos cables más largos y fuimos al living donde la enchufé al equipo de audio. No me importaba que ya hubiera toda una pantalla detallando las evoluciones de la música, yo quería ver los leds rojos, quería que Aurora también los viera. Puse Fear of the Dark, de Iron Maiden, porque me gustaba que el principio de la canción fuera lento hasta la explosión ultrabrillante roja.  Escuchamos el fraseo de la guitarra, escuchamos la voz de Bruce que te acaricia, pero la plaqueta no se encendió. Cuando terminó la intro y cambió el ritmo, ahora trepidante, Aurora se tapó los oídos. Pero, la plaqueta audiorítmica no andaba.


Cuando cursaba quinto año se hizo la inauguración del microcine y fuimos todos con nuestras mejores galas: autoridades, alumnos y docentes. Para estrenar el proyector pasaron una película formativa de hidráulica y neumática producida por una empresa que había donado fondos. Habló el intendente, habló el director del colegio y luego el director del taller. El que no habló fue el profesor de tornería, el factótum del asunto, pero se le veía de lejos la cara de felicidad. Ya en sexto año le preguntamos al profesor de Mediciones electrónicas, el colorado Lucero, para qué servía el microcine. Desde la inauguración nadie lo había usado. Puedo pedirlo, si me lo dan podemos ver una película, nos dijo. 


La clase siguiente entró con cara de misterio. Después de hacerse un rato el interesante y escribir un par de cosas incomprensibles en el pizarrón nos dijo que teníamos asignado el microcine para el lunes siguiente. Podemos traer una porno, dijo Rulo y todos nos reímos. Ustedes traigan películas, dijo Lucero, el lunes vemos que ponemos. Yo ese fin de semana me olvidé del tema. En casa no teníamos video y tampoco era socio de ningún video club. Pero el lunes en cuanto entré al colegio mis compañeros no hablaban de otra cosa. Había películas, había una porno.

¿Qué trajo?, Ramírez— preguntó Lucero.

Una película.

Ya sabemos, acá su compañero González dice que trajo una porno, ¿es cierto eso?

Sí.

¿Qué porno trajo Ramírez?

Una de la Cicciolina.

Muy bonito Ramírez, muy bonito. ¿Tenemos otras películas por las dudas?

Había otras películas. 


Lucero se metió en la sala de proyección y le pidió ayuda a Germán, que era un tipo que no le iba a hacer quilombo. Empezó la proyección con el mismo bodrio de neumática e hidráulica que habían usado en la inauguración. Durante unos minutos todos fingimos estar muy interesados en el accionamiento de émbolos y pistones. A los diez minutos Lucero se fue a la puerta, la cerró con llave, corrió las cortinas de las ventanas y le hizo una seña a Germán.


En casa, veinte años después de haber cursado taller electrónica de segundo, busqué en internet el teléfono de Perrota para llamarlo y preguntarle si podía ayudarme a reparar la plaqueta audiorítmica. Me imaginé que se pondría contento, y después me imaginé que le hincharía soberanamente las pelotas. De todas maneras encontré doce Jorge Perrotas, pero ninguno era él. Entonces busqué en google “plaqueta audiorítmica taller de electrónica” y encontré el circuito y hasta un video de un colegio industrial donde mostraban cómo se fabricaba, con detalles del trabajo del ácido sobre el cobre, pero donde no había ninguna instrucción precisa para encontrar fallas y repararlas. Decidí repasar las soldaduras y para eso puse una lámpara potente sobre el escritorio. Aurora, a esa altura mi asistente, me sostenía el rollo de estaño, pero a pesar de nuestro entusiasmo no logramos el objetivo. Con los años mi coordinación y mi psicomotricidad fina no habían mejorado. El estaño se derritió y se hicieron una pelotitas que se desparramaron por el circuito impreso. 


En sexto año, la única vez que usamos la pantalla del microcine vimos ¿Y dónde está el piloto? En la parte donde el que estuvo en la guerra decide que va a dejar de lado su fobia a volar y entra a la cabina, donde está la azafata, y tira al diablo a Otto, el copiloto inflable, que se queda pegado al techo y después cae y agarra desde atrás las tetas a la azafata, se apagó la película y escuchamos la voz de Lucero que nos decía que saliéramos del microcine. Una vez en el aula dijo que otro día la seguíamos. Lo mismo con la Cicciolina, pensé yo, otro día. Después me enteré que mientras mirábamos la película el jefe de preceptores había estado en el patio mirando para arriba.


Nunca existió ese otro día. En el acto de fin de año volvimos al microcine. Estuve parado en la esquina, sosteniendo la bandera argentina. Germán era el primer escolta y Perrota fue el elegido por muchos para entregarles el diploma. Nos pusimos firmes y cantamos el himno nacional. Enfrente teníamos en primera fila a los nuevos directivos.  Los anteriores y el profesor de tornería no iban más al colegio: tenían una causa penal por desvíos de fondos. Los fondos que la dirección de escuelas había asignado para la construcción del microcine.


Un día, después de llevar a Aurora a la escuela dejé la plaqueta en un negocio donde reparaban televisores y equipos de audio que quedaba en la esquina de donde vendían la mejor tarta de atún de toda la zona norte. Una semana más tarde al fin pude conectarla y los ocho leds rojos empezaron a bailar al ritmo de Modern Love de David Bowie. Me quedé extasiado mirando cómo funcionaba algo que yo había hecho cuando tenía catorce años. Dolores me pidió que mi plaqueta no quedara ahí, en el living sobre el modular, al costado del equipo de música, con los cables colgando.


Compré madera e hice una caja con ocho perforaciones. Quedó bonita y mucho más bonita después, cuando la pinté de negro. Una tarde que Aurora invitó una amiga después del colegio, las encontré con sus camisas blancas y sus polleras escocesas mirando la cajita negra.


Lo hizo mi papá— dijo Aurora.

La amiga me miró con sus ojazos celestes, miró luego la cajita con leds ultrabrillantes rojos que se encendían al ritmo de Kathy Perry, y preguntó:

¿De verdad?

Aurora asintió con la cabeza, dos veces.