lunes, 19 de mayo de 2025

Aurora

 Una chica menuda sentada en posición de loto que tenía un pelo finito que acompañaba la forma de su cabeza y unos mechones que le llegaban al cuello se inclinó sobre su almohadón y le preguntó a Dolores si era nuestra primera vez. Yo le sonreí, Dolly le sonrío, asentimos los dos como tontos, pero enseguida me sentí raro. Una vez que la chica tuvo nuestra respuesta ya le estaba preguntando a otra pareja si también era su primera vez. La chica se acomodó los mechones atrás de la oreja. Yo pensé que sería una especie de ayudante de la partera, alguien que tomaba asistencia, una especie de preceptor, sentada en posición de loto con su pollera blanca, haciendo como si uno después de responderle fuera transparente, como si lo único que le importara fueran las nuevas respuestas entre los asistentes que estaban desparramados por todos lados. 

Estábamos en esa casa en Maschwitz gracias a una amiga de Dolly que había tenido dos hijos en la bañadera y le había contado a mi mujer las maravillas del parto en casa. En casa tenemos una bañadera diminuta y el Sanatorio de la Maternidad Suizo Argentina a mis hermanas les resultó una maravilla, incluso las habitaciones tienen un living para recibir visitas, pero todo eso a Dolly no parecía importarle demasiado. Mi mujer suele decir que ella decide escuchando su música interior, pero lo cierto es que fuimos a Maschwitz también gracias a la brutalidad del obstetra que en la última consulta había dicho que nuestra hija nacería en San Isidro, ya que él a Pilar iba solo los viernes. Para rematarla, cuando Dolores lo miró cargada de preguntas, se ocupó de aclarar que desde nuestra casa al sanatorio La Trinidad no había más de media hora, a ciento sesenta por la autopista.

Esto sucedió cerca del sexto mes de embarazo, cuando ya sabíamos que sería una nena y el nombre de nuestra primogénita todavía iba y venía entre Aurora y María, cuando a Dolores le había crecido un montón la panza y ya mirábamos el carrito y la ropa de bebé amontonada pensando que faltaba algo que rellenara todo aquello. La cuestión es que nuestro auto no llegaba a ciento sesenta ni con viento a favor y se lo dijimos al obstetra de la santísima Trinidad. Entonces él dijo que era cuestión de agendar el día y programar una cesárea. Yo sabía lo que pensaba Dolly del tema, y lo que nos proponía el obstetra era un buen argumento para cambiar por uno más sensato o que pudiera mirarme de frente a los ojos, en vez de hablar con Dolores y tratarme como si fuera su bolso. Pero mi mujer fue más allá y lo tomó como el destino golpeando a nuestra puerta, o como esa famosa musiquita que le dice lo que tiene que hacer y así fue que caímos en esa casa en Maschwitz con ventanas raras y vidrios de colores, con jardín profuso y donde la gente se sentaba en el piso, la gran mayoría en posición de loto y donde había por todos lados embarazadas con vestidos floridos que yacían recostadas sobre almohadones. Un grupo de hombres barbudos custodiaba a los niños y en una mesita ratona habían puesto una tetera con algo que bien podía ser té. La casa era fresca y la gran mayoría seguía adentro con el abrigo puesto. Había unos platos con nueces y los bocaditos tenían semillas incrustadas. Una chica alta con pancita pequeña sacó de una bolsa una tarta que dijo que era de zanahorias. La anfitriona era partera, tenía un pelo enrulado sujeto con una vincha y hablaba con voz dulce y suave. Así reunidos nos miramos los unos a los otros, se suponía que teníamos que presentarnos y contar nuestras experiencias. Las ventanas estaban abiertas de par en par, no tenían mosquitero. Yo me agarré una porción grande de tarta de zanahoria.

La partera le indicó que empezara a la preceptora:

Yo me llamo Inés, él es Agustín, y estamos recién mudados al campo— dijo señalando a un pelado con barba negra y larga que estaba apoyado contra un mueble rústico de madera. Yo sentí una corriente de aire y reprimí mis ganas de cerrar las ventanas y preguntar si podían prender una estufa.

Tienen una chacra hermosísima en Luján —interrumpió la partera— contanos por favor un poco del proyecto que es súper interesante

Bueno, yo soy profe de yoga, Agustín trabajaba en una empresa grande pero ahora que tenemos tierra pensamos hacer huerta orgánica.

Así que ya saben chicas, ya tenemos donde comprar las verduras— dijo la partera.

Bueno, todavía no, recién estamos empezando, ya se van a enterar, pero bueno, estamos embarazados de cuatro meses y queríamos conocer más del parto en casa.

Así que la preceptora no era preceptora, era otra embarazada a la que no se le notaba la panza y que pronto sería nuestra proveedora de brócoli y kale. La partera se llamaba Miriam y se acercó a Inés para poner el oído contra el ombligo y luego hacerle unas caricias circulares. Le preguntó si ya sabían si iba a ser nene o nena, y si tenían nombre, lo que consiguió un gesto incómodo del barbudo Agustín y una negativa de su mujer. A esa altura de la reunión yo tenía algo en claro, no hacía falta que el hombre hablara, solo había que poner cara de comprensivo y en lo posible tener barba y calzar alpargatas. Entonces le tocó presentarse a una señora que podría tener entre treinta y cincuenta años, de pelo oscuro y suelto, con grietas en la cara y postura guerrera, cuyo hombre podía ser cualquiera de los que estaban del otro lado supervisando a los niños que corrían entre los muebles.

Me llamo Leila y este es mi tercer embarazo. —dijo frotando la palma de la mano contra donde crecía la panza—La primera hoy no vino, se llama Paloma, nació en un parto horrible en un hospital, ya tiene trece y salió con sus amigas. Con Lorenzo — dijo señalando un nene con un camión de bomberos en la mano— a pesar del miedo quería probar, tener mi bebe en casa, quería vivir esa experiencia, tener el parto que con Paloma me robaron. 

Con Paloma a Leila le hicieron la maniobra de Kristeller— interrumpió Miriam— algo que después si quieren detallamos bien, pero que en muchos países de Europa está prohibido y acá todavía la practican algunos médicos para hacer el parto más rápido.

Sí, para irse a ver el partido— dijo Leila con una mueca— Pero en cambio con Lorenzo todo fue amor, me metí en la pelopincho que habíamos armado en el living llena de agua caliente, grité, lo sentí bajar como un aro de fuego, el aro de fuego de que tanto me habían hablado, Miriam y Laura me hablaban en el oído, me daban fuerza, me tranquilizaban y así seguí gritando, pujé, el papá recibió a Lorenzo iluminado por las velas, esperó que saliera la placenta y después me lo alcanzó. Yo estaba feliz, borracha de oxitocina. El papá de Lorenzo puso Vilca.  Nos abrigamos y nos metimos todos juntos en la cama. Mi hija Paloma estaba sorprendida, preguntaba si la placenta era la casita del bebé. 

Yo me pregunté qué carajos sería Vilca, aunque parecía un tipo de música. Dolores me agarró la rodilla. Tenía la mano caliente y los cachetes rojos. Se había emocionado con la historia de Leila. A mí, de naturaleza escéptica y familia científica, me parecía estar viendo en vivo una emisión de “Aunque usted no lo crea”, el programa de Ripley, donde contaban las curiosas costumbres de la gente que vive en confines alejados del planeta tierra.

¿Es verdad que se comen la placenta? — preguntó uno de los barbudos, el de camisa leñadora.

No siempre—dijo Miriam— Hay gente que come un pedacito batido con jugo de frutas. La placenta tiene vitaminas, la K sobre todo, y hormonas. Pero es algo totalmente voluntario, nadie obliga a nadie a comer lo que no quiere.

Nosotros la enterramos en una maceta—dijo Leila— la tuvimos en el freezer un tiempo, me daba impresión comerla, así que la enterramos y en la misma maceta plantamos un jazmín del país.

Todos imaginamos un jazmín del país. Miriam se puso seria, la conversación había derivado en temas que no le convenían. La mayoría estábamos ahí para decidir qué tipo de parto tendríamos. Las opciones según la dueña de casa eran: entregados al protocolo hospitalario donde los médicos hacían y deshacían a su antojo, o dueños de nuestro destino. Qué ser dueños de nuestro destino se aproximara a comer placenta como si fuéramos perros no ayudaba demasiado. La imagen de un freezer con placenta entre las milanesas tampoco. Entonces Miriam le pidió que se presentara a Dolly. Mi mujer dijo:

Me llamo Dolores. Estoy de cinco meses y vivimos cerca de Luján, en Exaltación de la Cruz.

Todos sonrieron. Nos miraron y Dolly dijo:

Ahh, y él es el Flavio, el papá.

Todos sonrieron de nuevo. Yo agarré otro pedazo de tarta de zanahoria. Dolores dijo:

Vivimos en una casa con parque, no en una chacra.

Yo pensé que no hacía falta aclarar eso y que tampoco teníamos por qué aclarar porque no llevábamos vestidos floridos ni alpargatas ni barba. Éramos personas normales que se vestían como personas normales. Yo tenía jeans y zapatos, Dolly unos pantalones de corderoy verde oscuros y una sonrisa nerviosa. Los demás nos miraban como esperando algo que yo no tenía ni idea de que era. Dolores dijo:

Cuando tengan verdura orgánica podemos comprar.

Yo miré al piso de mosaicos grises con mosaiquitos intercalados con dibujos simétricos. Escuché un par de estornudos del sector de barbudos. Podemos también comprar semillitas, pensé, y tartas de zanahoria, y kale, y alpargatas con yute. Después volvió a mi cabeza la imagen de Shunka, la perra marrón de mi abuela comiendo la placenta de sus cachorros. Escuché la voz de Miriam que se acercaba, supe que le estaba tocando la panza a Dolores. Escuché que le preguntaban por el nombre de la beba y que mi mujer decía Aurora. El nombre que yo no quería, Aurora, como la vaca.

Miriam le dijo a Dolly que Aurora le parecía un nombre hermoso, que su abuela se llamaba así y le habló al ombligo diciendo Aurooo, auroo. Después le pidió que se presentara a una chica tímida que habló frases intercaladas con su pareja que no tenía barba pero sí trencita rastafari. Contaron que querían tener una doula (yo no sabía que era una doula), y que tenían miedo de que los vecinos llamaran a la policía por los gritos, lo que me nunca se me había ocurrido, pero claro, era algo a tener en cuenta. También tenían sus dudas de qué podía pasar si el embarazo pasaba de la semana cuarenta y los hospitales se negaban a recibirlos. Miriam los escuchó y luego siguió una larga conversación sobre las semanas de gestación, la fecha probable de parto, la conveniencia de los médicos en acelerar y programar, los tiempos naturales y lo que opinaría de esto la madre tierra. Después hablaron las demás embarazadas y no dijeron nada especial, salvo que esperaban tener partos maravillosos.

En un momento nos quedamos solos en el living con Inés, la mayoría estaba en grupitos por el jardín o charlando en la cocina con Miriam que había puesto una pava en el fuego. Yo pensé que era un buen momento para irnos. Lorenzo entró al living con su camión de bomberos y desparramó el contenido de los platos. La tetera volcó su contenido sobre la pierna de Inés que dijo la puta madre. Menos mal que ya estaba tibio, agregó. Busqué a la madre de Lorenzo, pero no estaba por ningún lado. Entonces Inés se levantó y miró como tenía su pollera blanca manchada y el té no era marrón, era verde. Entonces mientras daba unos pasos a la cocina y llamaba a Miriam se sacó la pollera y se quedó en bombacha, una bombacha sencilla y negra, con una puntilla en la cintura. Inés le dio la pollera a Miriam que salió por una puerta, volvió a su almohadón y, desinhibida, como si Dolores y yo la conociéramos de toda la vida, nos dedicó una sonrisa. Yo miraba de manera insistente por la ventana y Dolores rompió el hielo, le preguntó si cultivaban kale, le dijo que le habían hablado maravillas de esa planta. Yo pensé que no podía ser que mi mujer no lo recordara: Todavía no habían empezado con la huerta, pero lo que más me molestaba era iniciar una conversación con ella en bombacha, en posición de loto, y con el pie descalzo asomando por debajo de la pierna. Inés dijo:

Yo siempre quise dar clases de yoga en Kundalini. cuando le dieron la plata de la indemnización a mi marido compró el campo y yo quise mudarme y dar clases de yoga, pero no se pudo.

Y a qué viene esta historia pensé mientras miraba a Dolly que ya tenía los labios apretados, un gesto agrio que era como el barómetro al tiempo y anunciaba tormenta. ¿Qué le estaría diciendo su musiquita interior?, ¿Qué pensaría del tema de la bombacha? Ella había preguntado por el Kale, no por Kundalini. Pensé que podría recordárselo.

Nos recomendaron unos caseros— dijo Inés abriendo mucho los ojos y la boca, juntando las manos como en un rezo. 

Yo pensé que ya llevábamos en Maschwitz tres horas y como eso siguiera así íbamos a terminar pariendo allá. Entró Agustín, dio una vuelta a nuestro alrededor y agarró dos nueces, Inés estiró un poco la remera que tapó la bombacha y dijo:

Caseros sin hijos, nos recomendaron eso, buscamos un montón hasta que encontramos a los Giménez, a mí me parecieron buena gente, él estuvo de acuerdo— dijo señalando a Agustín que salió al jardín sin prestarle atención.

¿Los Giménez?, que carajos tenían que ver los Giménez con una reunión de partos. Pero, Dolores no se levantaba para irnos. Miriam asomó sus rulos y su vincha por la puerta y nos vio tan contentos charlando que se volvió para la cocina. Supuse que en algún momento volvería con la pollera limpia y seca. Inés dijo:

Joaquín, el vecino de al lado fue el que nos recomendó a los Giménez. Joaquín tiene cultivo, tiene chiquero, tiene vacas. Yo tenía pensado pedirle que mudara el chiquero a otra parte de su campo, lo tiene justo al lado de la cortina de eucaliptus. A él no le costaba nada, y el olor, puff— dijo Inés y se abanicó la nariz— Cuando nos recomendó a los Giménez yo estaba agradecida, pero ahora Joaquín fumiga con avión y nos cae veneno de nuestro lado. Por eso no podemos hacer huerta orgánica. Yo fui a hablarle y ni me contestó, se subió al tractor. Entonces Agustín, para que yo no me preocupara, pensó en las colmenas, en producir miel. Pero ya tenemos un montón, y Agustín ni siquiera vende la miel, está deprimido, justo ahora, cuando el bebé... Yo pensé en empezar las clases de yoga pero en la casa no hay lugar. Se me ocurrió usar la casa de los caseros, ahora que nos mudamos ya no necesitamos caseros. Ahí tenemos espacio, habría que hacer unos arreglos. Pero cerca de Navidad de ese lado se empezaron a escuchar los gritos de los chanchos de Joaquín. Era increíble como gritaban los chanchos. Fui a verlo y estaba con la cuchilla en la mano. La mujer estaba al lado con una olla enorme hirviendo. Colgaban los lechones pelados de un poste alto. Me volví sin decirle nada. Yo no puedo dar clases de yoga con los gritos de los chanchos de fondo.

Nos interrumpió la chica alta que había llevado la tarta de zanahoria. Se acercó para agarrar unas galletitas y cuando vio que Inés estaba en bombacha abrió mucho los ojos, pegó media vuelta y con pasos largos salió por la puerta que daba al jardín. Yo le ofrecí a Inés del plato donde quedaban tres de las que tenían semillas. Mientras ella dudaba miré a los ojos a Dolores, luego por la ventana el jardín, una enredadera abrazada a un poste de madera, un farol estilo antiguo con una bombita amarilla. No gracias, dijo Inés y yo apoyé el plato en la mesita. Ella siguió contando:

En nochebuena vino a casa una prima de Agustín que es arquitecta. Me convenció de que lo de los chanchos no era siempre y con la excusa de llevarles unos pandulces cruzamos y fuimos a visitar a los Giménez. Yo quería tener una opinión de la remodelación. Habían puesto una guirnalda en la puerta, entramos al comedor. En la mesa había un nene, un pibito de cuatro, cinco años. Y me di cuenta de que era el hijo. Tenía la misma nariz del padre y la forma de la cara redonda de la madre. Yo no lo podía creer. Los Giménez tenían un hijo, lo habían tenido escondido todo ese tiempo. Y yo sabía que si tenían un hijo era más difícil echarlos, por eso uno busca caseros sin hijos, y no puedo dar clases de yoga con los Giménez ahí.

Me levanté para ir al baño. Cuando volví Inés había recuperado la pollera y estaba saliendo al jardín. Me acerqué a Dolores que parecía pensativa. Le dije:

Dolly vámonos.

Mi mujer me miró y se levantó. Me dijo que quería decirle algo a Miriam y para eso tuvimos que esperar un rato que se liberara de todas las embarazadas que la rodeaban. El tiempo pasaba y le dije a Dolores en el oído:

Dolly, vámonos.

Mi mujer ni me miró. Miriam estaba dispuesta a escucharla y para hablar más tranquilas pasaron a un cuartito donde había una balanza y una cama. Yo me quedé en la puerta. Al final, Dolly salió y nos fuimos. En el auto casi no hablamos.

Pasaron las semanas. La panza de Dolly creció y visitamos otro obstetra en Escobar. Hicimos una ecografía y salió todo bien, recontra confirmamos que era una niña, María o Aurora. Pero extrañamente ya no discutíamos por el nombre. Mi madre y mi suegra tenían opinión para todo, hasta si los escarpines tenían que ser de lana merino o mezcla con acrílico. Pero las dejábamos hablar y entre nosotros dos reinaba la armonía. Estábamos preparando el nido, o al menos yo pensaba eso. Para mí el tema estaba claro. No habría más reuniones de parturientas, iríamos a un hospital, a un sanatorio o a una clínica, como lo hacía la gente normal. Si era la Suizo Argentina o la Trinidad a mí no me importaba. Pensaba que era normal que lo decidiera ella, en donde se sintiera más cómoda. 

Entrando en el octavo mes fue que volví a casa y Dolores no estaba. Había olor a tarta recién horneada y un cartelito sobre la mesa redonda. No te comas la tarta, enseguida volvemos. ¿Volvemos?, ¿Dolly y quién más?, pensé. Imaginé a mi suegra. No sé por qué imaginé a mi suegra. Pero al rato escuché que se abría la tranquera y un auto que entraba. Escuché voces femeninas. Dolores abrió la puerta sin parar de hablar. Una de ellas era Miriam con sus rulos en forma de aureola sobre su cabeza, a la otra no la conocía y traía en brazos una caja enorme. Dolores me dio un beso feliz y le dijo a la tercera mujer, una señora petisa, morruda y de pelo corto. 

Laura, él es el papá de Aurora. Miriam ya lo conoce.

Nos saludamos con Laura, Miriam me dio un beso con ruido. Las tres se fueron al living y abrieron la caja en el piso. Dolly reía a carcajadas. Y ahí me di cuenta de que mi hija nacería en esa pelopincho y su madre usaría vestido florido.


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